Ilustración: MPDG En la aldea la llaman Mona (en la lengua qeqchí el término no implica burla). Tendrá unos treinta años. Más flaca que delgada. Silenciosa. Algo le pasa a su pierna izquierda, ya que camina con dificultad apoyada en un rústico palo delgado. El cuerpo contrahecho. No levanta la mirada.

Todas las veces que he celebrado misa en su aldea, Mona ha llegado a la ermita. No puedo imaginar cuánto tiempo emplea para recorrer el par de kilómetros desde su casa a la iglesia. Cuando llego, ya está allí.

Mona es una mujer solitaria. Nadie la acompaña. Su acentuada palidez y su cuerpo demacrado hablan de una vida de subsistencia.

Se acerca a comulgar con pasitos dolorosos, apoyada en su inseguro bastón, la vista clavada en el piso.

Al finalizar la misa, me pide que la lleve de regreso en el picop. Llevarla es tarea complicada. El picop es alto. ¿Cómo iba a subir sola a la cabina? La impulsé con fuerza sujetando su cuerpecillo macilento. Una queja apenas audible me dio a entender que sufría.

El breve viaje dura cosa de minutos. Mona me indica donde parar. Bajo y le abro la puerta. Debo levantarla en vilo para bajarla del vehículo.

Reemprendo la marcha mientras Mona asciende pasito a paso por un senderillo rumbo a su casa que no logro distinguir en el denso follaje.

 

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