SANPABLO1 Muchas veces nos hemos preguntado: “¿Cómo hizo san Pablo para fundar tantas comunidades cristianas en lugares tan distintos y en circunstancias tan precarias como las que le tocó vivir? Nos quedamos deslumbrados al observar el mapa y ver los distintos puntos en los que Pablo dejó su huella de excepcional evangelizador y fundador de comunidades cristianas tan fervorosas. ¿Cuál fue el secreto de Pablo para lograr ese éxito como evangelizador y “plantador” de tantas comunidades cristianas en medio de un mundo pluralmente pagano?


Desde el momento que Pablo se encontró personalmente con Jesús, comenzó inmediatamente a proclamar, en la sinagoga judía, que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios (Hch 9, 20). Para Pablo, el Evangelio “es poder de Dios para salvación del que cree en Jesús” (Rom 1,16). Al iniciar la carta a los Romanos, Pablo, de entrada, nos informa que él ha sido consagrado para el “Evangelio de Dios” (Rom 1,1). El Evangelio es de Dios. No es invento de ningún hombre. Este Evangelio consiste en la buena noticia de que somos “justificados”, puestos en buena relación con Dios, por medio de la fe en Jesús (Rom 3,22). San Pablo no predicaba una bonita teoría, sino su propia experiencia, su encuentro con Jesús resucitado, que había sido para él como un “nuevo nacimiento”. Se consideraba “nueva criatura en Cristo” (2Cor 5,17). Pablo se sentía escogido y enviado personalmente por Jesús a todos los paganos para que pasaran de las tinieblas a la luz (Hch 26,18).
Encuentro personal con Jesús
En primer lugar, Pablo, al proclamar lo básico acerca de Jesús, buscaba que, como él, las personas tuvieran un encuentro personal con Jesús, que cambiara sus vidas, como había cambiado la suya. Con esta finalidad, Pablo comenzaba por formar discípulos que aprendieran a encontrarse con un Jesús crucificado y resucitado, que les pedía renunciar a sus dioses paganos y a vivir según las normas morales de su Evangelio.  Pablo no se contentaba con que hubiera unas personas simplemente religiosas; ayudaba a los nuevos convertidos a rendir sus vidas a Jesús como el que los había salvado de una vida pecaminosa, y les exigía que lo declararan el Señor de su nueva vida en el Espíritu Santo. Pablo les recalcaba a sus discípulos:
“Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces te salvarás; porque con el corazón se cree para ser justificados, y con la boca se confiesa para salvación” (Rom10,9-10) De ninguna manera Pablo aceptaba que las personas se quedaran como bebés espirituales a los que sólo se les podía dar la leche de principiantes, y no el alimento sólido, propio de los cristianos maduros (1Cor 3,2). Por eso, a los corintios, que le daban mucha importancia a lo emocional en la religión y descuidaban la verdadera conversión, les decía: “No pude hablarles como a gente guiada por el Espíritu, sino como a personas con criterios puramente humanos, como a niños en cuanto a las cosas de Cristo”(1Cor 3,1). Pablo no se contentaba con que los discípulos se emocionaran, nada más, con prácticas religiosas. Les exigía una verdadera conversión, y que demostraran con hechos concretos que Jesús, de veras, era el Señor de sus vidas.

Pequeñas comunidades
Una vez que Pablo había evangelizado a las familias, procedía a formar pequeñas comunidades locales con sus respectivos dirigentes. Los cristianos convertidos sentían la necesidad de formar comunidad con los hermanos cristianos para recibir enseñanza, orar juntos, vivir en comunión y proyectarse, en la ciudad o aldea, como faro de luz que se difunde. En Hechos 2,42 se recuerda que los apóstoles, después de Pentecostés, siguieron el método que les había enseñado Jesús para formar comunidades de fe. Apunta Hechos: “Se reunían frecuentemente para escuchar la enseñanza de los apóstoles, y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Este mismo método siguió Pablo. Una vez que había formado discípulos, los enseñaba a congregarse en comunidad para recibir enseñanza, para orar, para vivir en comunión con los hermanos y para participar en la “fracción del pan”. Pablo sabía que él no podía permanecer todo el tiempo en un solo lugar; tenía que continuar su viaje misionero hacia otras regiones. Pero Pablo tenía confianza en la obra de los que venían detrás de él para continuar la enseñanza y el crecimiento espiritual de la comunidad. Pablo decía: “Yo planté, Apolos regó, pero el crecimiento lo da Dios” (1Cor 3,6 ). En el lapso de diez años Pablo fundó las iglesias de Galacia, Macedonia, Acaya y Asia.

En nuestro tiempo, en el que hay impresionante carestía de sacerdotes, es de vital importancia la formación y acompañamiento de laicos comprometidos, que sepan orientar las comunidades que les han sido encomendadas. Pablo dio un excelente ejemplo de la confianza que la Iglesia debe tener en los laicos comprometidos, que previamente han sido seleccionados y preparados debidamente, con mucha dedicación y cariño, ya que son las manos escogidas por la Iglesia para llevar a cabo su misión evangelizadora.

Michael Green, en su obra “La evangelización en la iglesia primitiva”, hace constar cómo fueron los sencillos laicos los que, sin tener gran preparación teológica, pero sí mucha entrega a la causa de Jesús, difundieron el Evangelio en los mercados, en los lavaderos, en los lugares públicos. Estos laicos habían sido previamente discípulos. De allí vino esa maravillosa expansión del cristianismo, que, en menos de trescientos años, se difundió en toda Europa.  Durante mucho tiempo la Iglesia no le dio la importancia debida a los laicos en la misión evangelizadora. Fue un error garrafal; todavía estamos pagando las consecuencias de un descuido tan lamentable. En la actualidad, una de las grandes esperanzas de la Iglesia son precisamente muchos laicos comprometidos, que se sienten un pueblo de sacerdotes y que, con sacrificio y gozo, han ocupado el lugar que Jesús les dejó en la Iglesia.

“Discípulos y misioneros” es el lema que nuestros obispos de Latinoamérica han propuesto  ante la urgente Misión continental que debe llevarse a cabo. La mayoría de los que vienen a la Iglesia no se han distinguido por ser discípulos y, mucho menos, por ser misioneros. Gran parte de culpa por esta deficiencia eclesial es de nosotros los dirigentes, tanto eclesiásticos como laicos. En esa gran misión continental, que se ha inaugurado, san Pablo tiene mucho que enseñarnos con sus métodos misioneros. No sólo con su fervor evangelizador, que lo llevó a exclamar: “Ay de mí si no evangelizo” (1Cor 9,16).

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