rectormayor1 En el evangelio de san Mateo, el primer discurso de Jesús, en el que presenta la predicación programática del Reino de Dios, comienza con una palabra que va dirigida a lo más profundo de la mente y del corazón de sus oyentes y de todo hombre y mujer en el mundo: “felices... felices... felices”: una palabra que se repite nueve veces. Se trata de las así llamadas “bienaventuranzas”.

El anuncio del Reino consiste pues, en primer lugar, en una promesa de felicidad de parte de Dios, nuestro Padre. No se trata de un código moral, o del “nuevo decálogo”, que sustituiría al de Moisés. Como escribí en una carta al principio de mi mandato como Rector Mayor, “todo está unificado por la centralidad del Reino: por ello, ha sido llamada ‘la carta magna de la proclamación del Reino’. Un reino donde la paternidad de Dios no se caracteriza por su dominio, sino al contrario: su dominio se determina por su paternidad, de modo que en el ‘Reino de los cielos’ no hay esclavos ni siquiera siervos, sino hijos” (ACG 384, p. 24).

Sin embargo, también indicaba en la misma carta que con frecuencia  se olvida esta perspectiva, y lo que Jesús dice a continuación parecería ser simplemente una radicalización de la Ley antigua, prácticamente imposible de cumplir; cuando en realidad Jesús está presentando cómo sería el mundo y la convivencia humana si tomáramos en serio sus palabras, y colaboráramos con Dios en la construcción de su Reino.  Sería un mundo donde no sólo no habría asesinatos, sino que ni siquiera ofensas y desprecio; un mundo donde ni siquiera pasaría por nuestra mente el adulterio y el robo; un mundo donde nos tendríamos tanta confianza unos a otros que sería innecesario cualquier tipo de juramento. Es la “utopía del Reino”, que me atrevería a llamar “el sueño de Jesús”.

Por otra parte, en el evangelio de Lucas encontramos también la contraposición a estas bienaventuranzas, que alguno ha llamado, inadecuadamente, “malaventuranzas” (Lc 6, 24-26). No se trata de ninguna maldición: Jesús quiere la salvación de todos, y a nadie le desea el mal y el fracaso. Se trata más bien de advertencias que hay que tomar sin duda muy en serio, variantes todas ellas de una misma actitud de fondo: el orgullo y la autosuficiencia. Es lo mismo que ya María había denunciado, en el cántico del Magnificat, como la actitud de cerrazón frente a la salvación de Dios: la soberbia – el poder – la riqueza (cfr. Lc 1, 51-53), que impide aceptar el Reino como regalo, con la sencillez y gratitud del niño. “El que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15). Jesús advierte, con suma seriedad, acerca de la posibilidad de no aceptar el Reino, y con ello, de permanecer en la tiniebla de la soledad y del fracaso total.

Quizá más de alguno se preguntará: ¿por qué, entonces, la vida cristiana parece, para muchas personas, fuente de obligaciones, cumplimiento de normas, un yugo pesado del cual conviene liberarse lo más pronto posible? Tenemos muy presente la polémica en torno al autobús inglés que llevaba la inscripción: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte, y goza la vida”. Lo más preocupante de esta frase es que parecería que hay que quitar a Dios de nuestra vida y de nuestro mundo para poder ser felices. ¿De dónde ha surgido una oposición tan radical a las “bienaventuranzas”?

En realidad, el mismo evangelio nos da la respuesta. Si analizamos las bienaventuranzas, nos daremos cuenta de que los caminos de felicidad que Jesús presenta no son, de ninguna manera, los que nuestro mundo actual –y el de todos los tiempos, sin duda- ofrecen. Basta leer el texto de la primera carta de san Juan: “Todo cuanto hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas- no viene del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2, 16). Es interesante recordar que incluye  una invitación especial a los jóvenes: “Les escribo, jóvenes, porque son fuertes, y la Palabra de Dios permanece en ustedes” (1 Jn 2, 14b). Esto no significa de ninguna manera que haya que despreciar el mundo o querer salir de él. Al contrario. También leemos en el Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (Jn 4, 16). Aludiendo a esta palabra del Señor, Pablo VI dejó escrito: “La Iglesia debe amar al mundo. Pero esto no significa asemejarnos a él, volvernos mundanos. Amar al mundo significa conocerlo, estudiarlo, servirlo”.

Todavía podemos ahondar más en el sentido de las bienaventuranzas y comprender mejor esta aparente contradicción. En el Nuevo Testamento, la primera bienaventuranza no aparece en la predicación de Jesús, sino antes. Más aún, se encuentra antes de su nacimiento, en el encuentro de María, su Madre, con Isabel. Ésta la felicita, diciendo: “Feliz tú que has creído, porque se cumplirá  lo que te ha sido prometido de parte del Señor” (Lc 1, 45). Y la última bienaventuranza evangélica aparece en el encuentro de Jesús resucitado con los apóstoles, en particular con Tomás: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29). ¿No es extraordinariamente significativo que ambas, la primera y la última, tengan como contenido la misma actitud: la fe? No se trata de “otra” bienaventuranza, colocada junto a las demás. Ni siquiera es “la más importante”, sino que es la que permite comprender y aceptar las otras, esto es: la promesa de felicidad que promete Jesús. Sólo desde la fe podemos comprender que, en último término, el camino de nuestra verdadera realización  pasa a través de la cruz y de la muerte para llegar a la plenitud de la Resurrección.

Don Bosco fue particularmente sensible al carácter gozoso de la vida cristiana. En “El Joven Cristiano” alerta a los jóvenes sobre el ardid del que se vale el demonio para alejarlos de las prácticas religiosas, haciéndoles creer que son fuente de tristeza, aburrimiento y frustración. Nada más falso. La vida cristiana, en cuanto seguimiento de Jesús, es el único camino de auténtica felicidad, es el núcleo de la santidad. Así lo predicó incansablemente nuestro Padre, y así lo entendieron sus muchachos. Domingo Savio llegó a acuñar el lema típico salesiano: “Nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”.

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