meditacionB Los actores son especialistas en simular: lloran cuando están felices; se carcajean cuando hay tristeza en sus corazones. Se disfrazan de pobres cuando son ricos. Se presentan como malvados, cuando son buenas personas. En nuestra vida espiritual podemos ser actores, podemos simular que tenemos fe, cuando tal vez, se trata solo de un sentimiento religioso. 

Del pueblo de Israel, el Señor dijo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” ( Is 29,13) . Podemos decir oraciones muy bonitas, realizar ceremonias impecables, que no salgan del corazón, sino solo de los labios. Podemos fingir que tenemos fe.  Ante Dios, podemos hacer gestos, cantar, ponernos máscaras de gente piadosa. Lo cierto es que “a  Dios nadie lo puede engañar”, dice la Carta a los Gálatas (Gal 6,7). La fe es don  de Dios. Nosotros no podemos fabricarla; pero sí simularla.

El pueblo de Israel, muchas veces, “actuó” ante Dios. Nadie como Israel tuvo experiencias de Dios de manera tan extraordinaria. El Señor los hizo pasar el Mar Rojo; les dio a comer maná en el desierto; hizo brotar milagrosamente para ellos el agua de la roca. Les enviaba una  nube que los guiaba por el desierto. Sin embargo, el pueblo de Israel era un pueblo murmurador: continuamente se rebelaba contra la voluntad de Dios. Llevaba ídolos escondidos y, repetidas veces, amenazaba con volver a Egipto.

El pueblo de Israel tenía superabundancia de ritos, sacrificios y ceremonias. Era un pueblo actor. Simulaba  que tenía mucha fe. Y este es el gran peligro nuestro: llegar a creer que tenemos fe, cuando, en realidad, estamos simulando fe. Es algo que hay que detectar y rechazar como una plaga peligrosa, que, con frecuencia invade nuestra vida espiritual, que en lugar de ser espiritual es carnal.

 

El Señor les ordenó a los del pueblo de Israel que tomaran la Tierra Prometida.  Ellos, en lugar de obedecer inmediatamente, optaron por enviar, primero, espías para explorar el terreno. De los 12 espías, diez dijeron que era imposible tomar la Tierra Prometida porque estaba  muy bien amurallada y sus habitantes eran gigantes. Josué y Caleb, dos de los espías, alegaron que la toma de Canaán  era pan comido para ellos porque el Señor les había entregado esa  ciudad. La mayoría no se atrevió  a conquistar la Tierra Prometida. Dejaron pasar el tiempo. Les pasó el susto. Más tarde se les ocurrió que debían tomar la Tierra Prometida.  Moisés les hizo ver que, ahora, ya había pasado el tiempo de Dios; que no lo hicieran. Ellos desobedecieron. Intentaron conquistar la Tierra Prometida, y sufrieron una terrible derrota. No era el tiempo de Dios.

Hipocresía

La  palabra hipócrita tiene su origen en los teatros griegos. El  actor, que tenía que hacer varios papeles, salía del escenario y se ponía una máscara de persona alegre o de persona triste, según lo requería el libreto de teatro. A ese actor se le llamaba, en griego, “hipocrités”. De allí vino la palabra hipócrita, para describir al que simula lo que  no es. Aparece como bueno, pero tiene mal corazón. Simula que es un alegre payaso, mientras su corazón está hecho pedazos.

 

Contra nada arremetió tan duramente Jesús como contra la hipocresía.  Muchos de los  altos dirigentes religiosos del pueblo judío adolecían de hipocresía. A toda costa querían aparentar santidad, mientras  sus corazones estaban llenos de mezquindad. Jesús los llamó “sepulcros blanqueados”: muy blancos por fuera y podredumbre por dentro. La fe simulada, en todo el sentido de la palabra, es una hipocresía. Lo peor del asunto es que se intenta engañar a Dios, cuando sabemos de sobra que Dios ve nuestro corazón. El fariseo de la parábola de Jesús, quiso aparentar ser un gran orante. Se presentó con una retorcida oración. Los que estaban cerca de él, tal vez pensaron que se trataba de un gran santo. Jesús le leyó el corazón y lo descalificó; le repugnó su falsa oración. A tanto llegó el desagrado del Señor en relación a la hipocresía de muchos de los dirigentes judíos, que les llegó a decir a los del pueblo: “Hagan lo que les digan, pero no sean como ellos”   ( Mt 6,8).

 

Nuestras oraciones, cantos y ceremonias sin fe del corazón son auténticos actos de hipocresía  que le repugnan a Dios. Propiamente no son oraciones. Cuando los sacerdotes Nadab y Abiú ,“actuaban” hipócritamente en el altar, el Señor hizo brotar fuego del altar para que fueran carbonizados(Lev 10,2). Fue una dura disciplina del Señor, que quería que todos se dieran cuenta de que le repugnaban los actos de culto con hipocresía. Jesús dijo: “No todo el que diga:”Señor, Señor, va a entrar en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). Es por eso indispensable que nos impongamos  un esmerado examen de conciencia acerca de la fe con la que Dios quiere que le presentemos nuestras oraciones y demás actos de culto.   Jesús dijo: “Bienaventurados los limpios de  corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Es decir, tendrán una experiencia profunda de Dios. La hipocresía impide que haya corazón limpio. Entonces, el Señor no nos va a conceder ninguna experiencia espiritual. Porque nuestra adoración no es “en Espíritu y en Verdad”.

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