conocerdb Me conocen en todo el mundo como un santo que ha sembrado a manos llenas mucha felicidad. Así, como ha escrito alguno que me conocía muy bien, he hecho de la alegría cristiana el undécimo mandamiento. La experiencia me ha convencido que no es posible un trabajo educativo sin este maravillosa motivación, este estupendo camino que es la alegría.  

Te estoy hablando de la felicidad verdadera, aquella que nace del corazón de quien se deja guiar por el Señor. La risa estruendosa, el ruido inoportuno son cosas de un momento; la alegría del cual te hablo viene de dentro, y permanece porque viene de Jesús, cuando es acogido sin reservas. Siempre acostumbraba afirmar “Estén alegres, pero que su alegría esté lejos del pecado”. Y para que mis muchachos estuvieran plenamente convencidos agregaba. “Si quieren que su vida sea alegre y tranquila, deben estar en gracia de Dios, porque el corazón del joven que está en pecado es como el mar en continua agitación”. Les recordaba siempre que la “alegría nace de la paz del corazón”. Insistía: “Yo no quiero otra cosa de los jóvenes sino que sean buenos y que estén siempre alegres”.  

Esperaba a mis muchachos el domingo en la mañana en Valdoco; era para mí una fiesta. Cuando bajaba al encuentro con los limpiachimeneas, los albañiles, los obreros de mil trabajos, venían por los juegos, por un pedazo de pan y un trozo de salchicha, para pasar un jornada diferente, pero sobre todo, y yo lo sabía, llegaban porque había un sacerdote que los amaba y que sabía gastar horas y horas para hacerlos felices.

Lo sé: alguno, a veces, me presenta como el eterno saltimbanqui de los Becchi y piensa que me hace un gran favor. Sin embargo es una imagen reductiva de mi ideal.  Los juegos, los paseos, la banda de música, las representaciones teatrales, las fiestas eran un medio, no un fin. Yo tenía en mente aquello que ciertamente escribía a mis muchachos: “Uno sólo es mi deseo: verlos felices en el tiempo y en la eternidad”.

Por eso entenderán a aquel maravilloso muchachito que es Domingo Savio y a quien yo le había señalado la alegría como un camino de auténtica santidad. Y él había entendido, cuando explicaba a su amigo que apenas llegaba a Valdocco y se encontraba completamente confundido: “Sabes que nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres: Procuramos solamente evitar el pecado, como un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz del corazón, y cumplir fielmente nuestros deberes”. Este estupendo adolescente, rico de gracia y de bondad, no hacía otra cosa que presentar a su amigo Camilo Gavio el idéntico camino de santidad juvenil que le había sido propuesto algún mes antes.

Quien posee a Jesús vive en la alegría.  Y yo no lo haría con el rostro desagradable, sombrío y brusco. Los jóvenes tenían necesidad de saber que para mi la alegría era algo tremendamente serio. Que el patio era mi biblioteca, mi cátedra donde yo era al mismo tiempo profesor y alumno. Que la alegría es ley fundamental de la juventud. Entiendes ahora la importancia que yo le daba a las celebraciones de las fiestas, sagradas o profanas: ellas poseían una enorme carga pedagógica y terminaban por hablar al corazón, valoraba el teatro, la música, el canto.

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