Luis Comollo y Juan Bosco Juan tiene dieciocho años, la edad de las amistades profundas. Aun siendo el “jefe de un pequeño ejército”, se forma un círculo estrecho de amigos íntimos.

El primero lo conoció durante una algarabía escolástica. Ya entonces no todos los profesores eran puntuales, y los primeros minutos de muchas clases se transformaban en alboroto. Estaba de moda el juego de la potranca. “Los más disipados y menos amigos del estudio -anota con ironía Don Bosco- eran los más aficionados y, de ordinario, los más célebres jugadores” Un muchacho llegado hacía poco, aparentemente de unos quince años, en medio de aquel alboroto, escogía tranquilamente un sitio y se ponía a leer.


“Una vez se le acerca un insolente, le agarra por un brazo:
-Ven a jugar tú también.
-No sé hacerlo
-Ya aprenderás. No me obligues a llevarte a fuerza de patadas.
-Puedes pegarme cuanto quieras. Pero no voy.


El maleducado le dio dos bofetadas que resonaron en toda la escuela. Ante semejante espectáculo, sentí que hervía la sangre en mis venas. Esperaba que el ofendido tomase la debida venganza; tanto más por tratarse de alguien mucho mayor que el otro en envergadura y edad. En cambio, nada. Con la cara enrojecida y casi lívido, le dijo: “¿Estás contento? Entonces déjame en paz. Yo te perdono”.


Juan se quedó fulgurado. Aquello era un acto “heroico”. Quiso saber el nombre de aquel muchacho: Luis Comollo. “A partir de entonces, le tuve siempre como amigo íntimo; añado más, de él aprendí a vivir como cristiano”.


Descubrió, bajo una aparente fragilidad, una gran riqueza espiritual. Instintivamente se convirtió en su protector contra los muchachos groseros y violentos. Un profesor, un día, llegó con el acostumbrado retraso y, mientras tanto, en la clase se desencadenó la algarabía de siempre. “Algunos pretendieron burlarse y pegar a Comollo y a otro muchacho modelo, Antonio Candelo. Grité para que los dejaran en paz, pero no me hicieron caso. Comenzaron a volar los insultos; y yo:
-Quien diga una palabrota se las tendrá que ver conmigo.
Los más altos y descarados se juntaron en actitud defensiva y amenazante delante de mí, mientras lanzaban dos tremendas bofetadas a la cara de Comollo. En ese instante, me olvidé de mí mismo, echando mano no de la razón, sino de la fuerza bruta: agarré por los hombros a un condiscípulo y, al no encontrar ni sillas ni un bastón, lo utilicé como garrote para golpear adversarios.
Cuatro cayeron al suelo y los otros huyeron gritando y pidiendo socorro.


En aquel momento entró el profesor; al contemplar brazos y piernas por el aire en medio de un alboroto del otro mundo, se puso a gritar dando palmadas a derecha e izquierda. Calmado un poco el temporal, hizo que le contaran la causa de aquel desorden, y casi sin creerlo, quiso que se repitiese la escena. Entonces se echó a reír, se rieron también los demás y el profesor no dio ningún castigo.


-Amigo mío -me dijo Comollo apenas pudo hablar a solas-, me espanta tu fuerza. Dios no te la ha dado para destrozar a tus compañeros. Quiere que perdonemos y que hagamos el bien a los que nos hacen mal”.

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