Claudio Maroto Gabarrus Mi padre, Claudio Maroto Gabarrus fue un hombre de acrisolada honradez y cumplimiento del deber. Había nacido el 2 de febrero de 1921. Contrajo matrimonio con Ligia Marín Zeledón, el amor de su vida. Falleció en San José, Costa Rica, el 6 de enero del 2008.

Tenía una inagotable fuente de energía. El amor de su vida fue su esposa, su amada Licky (Ligia), de quien decía “es la mujer más linda del mundo y la dueña de mi corazón”. Fue un hombre amante del trabajo, auditor y contador de profesión, agente de seguros con vocación y honradez. Extendió las fronteras de  atención de oferta de seguros del Instituto Nacional de Seguros a las provincias más lejanas y a todas las personas. Su ingeniosa propuesta se convirtió en herramienta insustituible de bendiciones en muchos hogares. Se aventuraba a vender seguros hasta en los rincones más apartados de la geografía nacional.


Su vida de fe creció junto a mi madre, Ligia, en los Cursillos de Cristiandad, donde aprendió a vivir “De colores” cerca de Jesús Sacramentado y de María Santísima Auxiliadora. Mis hermanos y yo lo vimos siempre en la eucaristía diaria. Mientras estudiamos en el Colegio Salesiano Don Bosco, nos enseñó a ir a la capilla a hacer “la visita”. Allí comenzaba sus oraciones arrodillado, en voz alta, con profunda fe y con un profundo amor, sin pedir nada, sólo adorando al Señor.

Cuando podía ayudaba a alguien.  Si alguien necesitaba un favor, él decía convoz fuerte: “Yo lo puedo hacer”,  “con mucho gusto”;  “¡claro, ñatica, encantado!”. Aún cuando perdiera su gasolina o le abrieran el carro para robarle al llevar alimento a una casa pobre de un precario; o que el carro se lo llevara la grúa por estar parqueado en un lugar prohibido en un comedor para indigentes en San José.

Sociable, simpático y amable en su trato con los demás. Buen amigo, fue un hombre apasionado por el deporte, aficionado fiel a la Liga Deportiva Alajuelense. Le gustaba el beisbol, baloncesto y boxeo y a todos nos contagió del amor a la natación.

Durante la guerra civil en El Salvador, un amigo lo invitó a visitar Sonsonate.  De camino los detiene una patrulla militar. Un soldado se acerca y le apunta con su rifle diciéndole: “Usted lleva un arma”. Mi padre respondió: “Sí, tengo un arma en mi bolsa”,  y sacó un crucifijo. “Esta es mi arma”, dijo.

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