Foto: Toa Heftiba Escuchar la Palabra de Dios, la voz y los impulsos del Espíritu Santo con un sentido de fe que nutre y transforma.



Escuchar a mi cónyuge; lo que dice y también las muchas cosas que le cuesta expresar.

Escuchar a los padres mayores cuando es difícil relacionarse con ellos.

Escuchar las voces de los niños con verdadera apertura y comprender cómo ven el mundo.

Escuchando a mis colegas, amigos y feligreses, dejando mis planes, patrones y suposiciones para entender realmente lo que me están tratando de decir.

Escuchar los gritos de angustia de los pobres y marginados de la sociedad, y tal vez también desarrollar la empatía necesaria para interesarme realmente por lo que está sucediendo en su mundo.

Escuchar el grito silencioso de quienes se encuentran en las cárceles, encerrados durante años y sin esperanza de salir; de las personas abandonadas y olvidadas en las residencias de ancianos, sin verdadero contacto humano; de enfermos terminales que sólo esperan la muerte, de pacientes encamados y atrapados en sus propios cuerpos.

Escuchar el clamor de la tierra que cada día es arrasada de mil maneras diferentes, hasta ser turbado y estremecerme.

Escuchar con el oído del corazón no es una respuesta complaciente, sino una respuesta empática y atenta.

Es una apertura responsable del corazón, que se permite sentir y tocar, tender la mano y sanar, compartir, cuidar y ayudar a construir la vida de los demás. Es la apertura en nuestro interior para recibir, respetar y aceptar al otro.

Si no somos capaces de escucharnos los unos a los otros, entonces no podremos ni siquiera escuchar a Dios, porque escuchar refleja la Divinidad que está en nosotros y nuestra relación con Dios.

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 258 Julio Agosto 2022

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