DBEscucha Don Bosco tenía la habilidad de escuchar sobre todo a sus pobres muchachos. Los retratos de nuestro santo en su oficio de confesor lo dicen todo, su oído atento los estimulaba a crecer como honrados ciudadanos y buenos cristianos.

Los providenciales encuentros con Miguel Magone y Domingo Savio son perlas del delicado arte de escuchar.

 

Miguel Magone

El párroco del pueblo del joven Magone así lo presentó a Don Bosco:

Es un pobre chico, huérfano de padre: teniendo la madre que ganar el pan para su familia, no puede cuidar de él, y el resultado es que se pasa todo el tiempo en las calles y en las plazas entre los vagos. Tiene un ingenio poco común; por sus travesuras y desaplicación ha sido despedido varias veces de la escuela; a pesar de esto ha concluido bastante bien los estudios elementales.


En cuanto a moralidad lo creo de buen corazón y de sencillas costumbres; es vivo e inquieto. En la escuela, como en la catequesis, es el alborotador universal: cuando no concurre a ellas, todo va en paz: cuando se marcha, respiramos con satisfacción.


Su edad, su pobreza, su índole, su ingenio le hacen digno de caritativa atención.


Relata Don Bosco: Un mes llevaba nuestro Miguel en el Oratorio y de todo sacaba partido para pasar el tiempo. Estaba contento, porque tenía espacio para saltar y divertirse, sin reflexionar que la verdadera felicidad nace de la paz del corazón y de la tranquilidad de la conciencia.

Miguel Magone y Don Bosco


De pronto comenzó a disminuir aquel afán constante de jugar, y más tarde, pensativo, no tomaba parte en el juego sino a instancias de los demás. El compañero que le hacía de ángel custodio se dio cuenta. Lo siguió y le dijo:
–Mi querido Magone, ¿por qué huyes de mí? Cuéntame tus penas: quizás pueda yo darte el remedio.

–Tienes razón, pero me encuentro aturdido.

–Sea cualquiera tu aturdimiento, hay medios para que puedas salir de él.

–¿Cómo podré alcanzar la paz, si me parece que tengo mil demonios en el cuerpo?

–No te preocupes; dirígete al confesor; ábrele tu conciencia, y él te proporcionará lo que necesitas. Cuando nosotros nos encontramos intranquilos, siempre lo hacemos así, y por eso estamos tan contentos.

–Está bien, pero..., pero...

Y se echó a llorar. Pasados algunos días, la melancolía llegó a ser profunda tristeza. El juego y las naturales distracciones aumentaban su pesar: la risa no aparecía ya en sus labios; muchas veces, mientras los compañeros jugaban, él se retiraba a un rincón, entregado a tristes reflexiones y frecuentemente a triste llanto. Enterado yo de cuanto le pasaba, le mandé llamar y le hablé así:
–Querido Magone, tengo que pedirte un favor, pero no quisiera recibir un desaire.

–Dígame, respondió prontamente, dígame, estoy dispuesto a hacer lo que me mande.

–Necesito que me hagas por un momento dueño de tu corazón y me manifiestes la causa de esa melancolía que de algún tiempo acá te viene mortificando.

–Sí, es cierto lo que usted me dice. Estoy desesperado y no sé qué hacer.

Dichas estas palabras, prorrumpió en copioso llanto. Le dejé desahogarse un poco y después en tono de broma le dije:
–Cómo, ¿eres tú aquel general Miguel Magone, jefe de toda la pandilla de Carmañola? Vaya un general. ¿No tienes valor para decirme la causa de tus pesares?

–Quisiera hacerlo, pero no sé por dónde empezar, no sé cómo explicarme.

–Dime una sola palabra: yo diré las demás.

–Tengo la conciencia embrollada.

–Eso me basta; lo comprendo todo. Necesitaba esa sola palabra para poder decir las restantes. Por ahora no entraré en materia de conciencia; te daré sólo algunas normas para que puedas arreglarlo todo. Escucha, pues: si tu conciencia está tranquila en cuanto a lo pasado, prepárate solo para hacer una buena confesión, en la que expongas con sencillez lo que te haya ocurrido desde la última. Y si, por temor u otra causa cualquiera, dejaste de confesar algún pecado en las anteriores o recelas que en alguna de ellas no concurrieron todas la condiciones necesarias, en la confesión que vas a hacer, debes declarar todo lo que te haya ocurrido desde la última bien hecha, descargando así cuanto aflija tu conciencia.

–Ahí está mi dificultad. ¿Cómo podré acordarme de todo lo que me ha pasado en tantos años?

–Muy fácilmente: di a tu confesor que tienes en tu vida pasada alguna cosa que merece revisión. Con esto sólo tomará el hilo de todas tus faltas: a ti no te quedará más que decir sí o no, tantas o cuantas veces.

Magone pasó todo aquel día preparando su examen de conciencia; y tan preocupado estaba en el negocio de su alma, que no quiso acostarse aquella noche sin confesarse antes.

El Señor, decía, me ha esperado mucho tiempo: esto es cierto: que me espere hasta mañana esto es incierto. Por tanto, si esta noche puedo confesarme, no lo debo dejar para otro día: ya es hora de romper con el demonio.

Hizo pues su confesión muy conmovido, interrumpiendo más de una vez con sollozos y lágrimas.

Desde entonces Miguel Magone dio un cambio radical en su vida, tanto así que se le podría comparar con Domingo Savio.

Entrevista de Don Bosco con Domingo Savio


Era el primer lunes de octubre, muy temprano, cuando vi aproximarse un niño, acompañado de su padre, para hablarme. Su rostro alegre y su porte risueño y respetuoso atrajeron mi atención.

–¿Quién eres? –le dije– ¿y de dónde vienes?

–Yo soy, –respondió,– Domingo Savio, de quien le ha hablado a usted el señor Cugliero, mi maestro, y vengo de Mondonio.

Le llevé entonces aparte, y, puestos a hablar de los estudios hechos y del estilo de vida que hasta entonces había llevado, pronto entramos en plena confianza, él conmigo y yo con él.

Pronto advertí en aquel jovencito un corazón en todo conforme con el espíritu del Señor, y quedé no poco maravillado al considerar cuánto le había ya enriquecido la divina gracia a pesar de su tierna edad.

Después de un buen rato de conversación, y antes de que yo llamara a su padre, me dirigió estas textuales palabras:
–Y bien, ¿qué le parece? ¿Me lleva con usted a Turín a estudiar?

–Ya veremos; me parece que la tela es buena.

–Y ¿para qué podrá servir la tela?

–Para hacer un lindo traje y regalárselo al Señor.

–Así pues, yo soy la tela; sea usted el sastre; lléveme, pues, con usted, y hará de mí el traje que desea para el Señor.

–Mucho me temo que tu debilidad no te permita continuar los estudios.

–No tema usted. El Señor, que hasta ahora me ha dado salud y gracia, me ayudará también en adelante.

–Y ¿qué piensas hacer cuando hayas terminado las clases de latinidad?

–Si me concediera el Señor tanto favor, desearía ardientemente abrazar el estado eclesiástico.

–Está bien; quiero probar si tienes suficiente capacidad para el estudio. Toma este librito (era el texto de una publicación de las Lecturas Católicas), estudia hoy esta página y mañana me la traerás aprendida.

Dicho esto, lo dejé en libertad para que fuera a jugar con los demás muchachos y me puse a hablar con su padre. No habían pasado aún ocho minutos cuando sonriendo se presenta Domingo y me dice:
–Si usted quiere, le doy ahora mismo la lección.

Tomé el libro y me quedé sorprendido al ver que no solo había estudiado al pie de la letra la página que le había señalado, sino que entendía perfectamente el sentido de cuanto en ella se decía.

–Muy bien, –le dije,– te has anticipado en estudiar la lección, y yo me anticipé en darte la contestación. Sí, te llevaré a Turín, y desde luego te cuento ya como a uno de mis hijos: empieza tú también desde ahora a pedirle al Señor que nos ayude a ti y a mí a cumplir su santa voluntad.

No sabiendo cómo expresar mejor su alegría y gratitud, me tomó de la mano, la estrechó y besó varias veces y al fin me dijo:
–Espero portarme de tal modo que jamás tenga que quejarse de mi conducta.

 

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Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 258 Julio Agosto 2022

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