Acercarse Pequeño en la misión para ganar a todos para Dios

El hacernos pequeños es una tarea eminentemente apostólica. No es la grandeza de lo que hacemos lo que gana los corazones. Nuestras grandes obras educativas, los colegios, los proyectos sociales pueden ganar la admiración de los hombres de este mundo, pero de nada nos sirven si no ganamos almas para Dios, si no ganamos los corazones de los jóvenes.

Por esto, humillarse es ganar almas con la pequeñez, tal como Don Bosco recomendó a los primeros misioneros:
Preocúpense especialmente de los enfermos, de los niños de los pobres y de los ancianos, y se ganarán las bendiciones de Dios y la benevolencia de los hombres. Procuren que el mundo conozca que son pobres en el comer, en el vestir y en las habitaciones; serán ricos ante Dios y se adueñarán de los corazones de los hombres.

Hacerse pequeño es una exigencia para el cristiano que quiere llenarse de Dios y dejarlo actuar en la propia vida. Los propios proyectos –aunque bienintencionados- nos dejan solo con miras humanas. En cambio, cuando esta búsqueda del proyecto de Dios se realiza en medio de la pequeñez junto al joven humillado y no solo desde la cátedra o un escritorio, se da el encuentro que gana los corazones.

Sin duda, Don Bosco no logró saciar completamente el hambre de sus chicos, eran tantas las deudas y tantas las bocas que alimentar; pero no era el pan lo que ganaba el corazón del chico sino el ver que la mano que se lo daba, lo compartía desde su propia pobreza.

Nuestra pequeñez, nuestra limitación, se convierten en un signo más elocuente de Dios que nuestras grandezas. El encuentro con la pequeñez del joven nos exige salir al encuentro de nuestra propia pequeñez y de la necesidad que también tenemos de Dios.

Hoy Jesús responde a nuestras preguntas y dudas sobre la grandeza de nuestra Iglesia, de nuestra Congregación, de nuestra fe y vocación; y responde poniendo en el centro de nuestras comunidades a jóvenes concretos, de carne y hueso, sumergidos en tantas contrariedades, para que sean nuestros interlocutores, la clave de interpretación para leer su divina voluntad, pero, sobre todo, para amarlos.

Para dar respuesta a este gran reto que el Señor nos pone y que pone de cabeza la lógica del mundo, se necesita un corazón lo suficientemente encarnado para soportar la dureza del discurso del Maestro. Y para lograrlo, hemos de corregir nuestro ánimo exaltado por la manera de pensar de este mundo a través de la contemplación constante de la cruz de Cristo; donde se ha mostrado la verdadera grandeza del Amor del Padre en la humillación del Hijo. Solo esta sabiduría de la cruz es la que nos puede guiar para repetir el gesto que Don Bosco imitaba en san Felipe Neri, de “hacerse niño con los niños, sabiamente”.

Hacerse pequeños, hacernos joviales, no es más que un método; la meta es entrar junto con ellos –como hermanos– en el Reino de los cielos.

 

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