Muchos jóvenes se preocupan por su cuerpo, procurando el desarrollo de la fuerza física o de la apariencia.
Otros se inquietan por desarrollar sus capacidades y conocimientos, y así se sienten más seguros. Algunos apuntan más alto, tratan de comprometerse más y buscan un desarrollo espiritual.
Buscar al Señor, guardar su Palabra, tratar de responderle con la propia vida, crecer en las virtudes, eso hace fuertes los corazones de los jóvenes. Para eso hay que mantener la conexión con Jesús, estar en línea con Él, ya que no crecerás en la felicidad y en la santidad sólo con tus fuerzas y tu mente. Cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas, y cuando no sepas con claridad qué tendrías que hacer, preguntarle: Jesús, ¿qué harías tú en mi lugar.
Además de los entusiasmos propios de la juventud, también está la belleza de buscar la justicia, la fe, el amor, la paz. Esto no significa perder la espontaneidad, la frescura, el entusiasmo, la ternura.
Cada etapa de la vida es una gracia permanente, encierra un valor que no debe pasar. Una juventud bien vivida permanece como experiencia interior, y en la vida adulta es asumida, es profundizada y sigue dando frutos. Un riesgo de la vida adulta, con sus seguridades y comodidades, es recortar cada vez más ese horizonte. En cada momento de la vida podremos renovar y acrecentar la juventud.
Crecer es conservar y alimentar las cosas más preciosas que te regala la juventud, pero al mismo tiempo es estar abierto a purificar lo que no es bueno y a recibir nuevos dones de Dios que te llama a desarrollar lo que vale. Tú tienes que descubrir quién eres y desarrollar tu forma propia de ser santo, más allá de lo que digan y opinen los demás. Llegar a ser santo es llegar a ser más plenamente tú mismo, a ser ese que Dios quiso soñar y crear, no una fotocopia.