Foto de: Photography33 La familia es un gran gimnasio de entrenamiento en el don
y en el perdón recíproco sin el cual ningún amor puede ser duradero.
Sin entregarse y sin perdonarse el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos enseñó —es decir el Padrenuestro— Jesús nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y al final comenta: «Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará el Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre perdonará sus ofensas» (Mt 6, 12.14-15).

No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en la familia. Cada día nos ofendemos unos a otros. Tenemos que considerar estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos pide es curar inmediatamente las heridas que nos provocamos, volver a tejer de inmediato los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado, todo se hace más difícil.

Hay un secreto sencillo para curar las heridas y disipar las acusaciones. Es este: no dejar que acabe el día sin pedirse perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas... entre nuera y suegra. Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, se sanan las heridas, el matrimonio se fortalece y la familia se convierte en una casa cada vez más sólida, que resiste a las sacudidas de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y por esto no es necesario dar un gran discurso, sino que es suficiente una caricia: una caricia y todo se acaba, y se recomienza. Pero no terminar el día en guerra.

Si aprendemos a vivir así en la familia, lo hacemos también fuera, donde sea que nos encontremos. Es fácil ser escéptico en esto. Muchos —también entre los cristianos— piensan que se trate de una exageración. Se dice: sí, son hermosas palabras, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero, gracias a Dios, no es así. En efecto, es precisamente recibiendo el perdón de Dios que, a su vez, somos capaces de perdonar a los demás. Por ello Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que rezamos la oración del Padrenuestro, es decir cada día. Es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya espacios, como la familia, donde se aprenda a perdonar los unos a los otros.

La práctica del perdón no solo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa ante las grietas y consolida sus muros.

 

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