Foto de: Klanneke El adulterio, junto a la blasfemia y la idolatría, era considerado un pecado gravísimo en la ley de Moisés, sancionado con la pena de muerte por lapidación. El adulterio, en efecto, va contra la imagen de Dios, la fidelidad de Dios, porque el matrimonio es el símbolo, y también una realidad humana de la relación fiel de Dios con su pueblo.


Así, cuando se arruina el matrimonio con un adulterio, se ensucia esta relación entre Dios y el pueblo. En ese tiempo era considerado un pecado grave porque se ensuciaba precisamente el símbolo de la relación entre Dios y el pueblo, de la fidelidad de Dios.

En el pasaje evangélico que relata la historia de la mujer adúltera, Jesús estaba sentado allí, entre mucha gente, y hacía las veces de catequista, enseñaba. Luego se acercaron los escribas y los fariseos con una mujer que llevaban delante de ellos, tal vez con las manos atadas. La colocaron en medio y la acusaron: ¡he aquí una adúltera! Se trataba de una acusación pública. Hicieron una pregunta a Jesús: ¿Qué tenemos que hacer con esta mujer? Tú nos hablas de bondad, pero Moisés nos dijo que tenemos que matarla.

Ellos decían esto para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo. En efecto, si Jesús decía: Sí, adelante con la lapidación, tenían la ocasión de decir a la gente: Pero este es el maestro tan bueno, mira lo que hizo con esta pobre mujer. Si, en cambio, Jesús decía: No, pobrecilla, perdónenla, podían acusarlo de no cumplir la ley. Su único objetivo era ponerlo a prueba y tenderle una trampa. A ellos no les importaba la mujer; no les importaban los adulterios. Es más, tal vez algunos de ellos eran adúlteros.

A pesar de que había mucha gente alrededor, Jesús quería permanecer solo con la mujer, quería hablar al corazón de la mujer: es la cosa más importante para Jesús. Y el pueblo se había marchado lentamente tras escuchar sus palabras: El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.

El Evangelio, con una cierta ironía, dice que todos se marcharon, uno por uno, comenzando por los más ancianos. Es entonces el momento de Jesús confesor. Queda solo con la mujer, que permanecía allí en medio. Mientras tanto, Jesús estaba inclinado y escribía con el dedo en el polvo de la tierra. Luego se levantó y miró a la mujer, que estaba llena de vergüenza, y le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú ante Dios. Sin acusaciones, sin críticas: tú y Dios.

La mujer no se proclama víctima de una falsa acusación, no se defiende afirmando: Yo no cometí adulterio. No, ella reconoce su pecado y responde a Jesús: Ninguno, Señor, me ha condenado. A su vez Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más, para no pasar un mal momento, para no pasar tanta vergüenza, para no ofender a Dios, para no ensuciar la hermosa relación entre Dios y su pueblo.

Así, pues, Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón. Porque como confesor, Jesús va más allá de la ley. En efecto, la ley decía que ella tenía que ser castigada. Pero Él va más allá. No le dice: No es pecado el adulterio. Ni tampoco la condena con la ley. Precisamente este es el misterio de la misericordia de Jesús.

Jesús, para tener misericordia, va más allá de la ley que mandaba la lapidación; y dice a la mujer que se marche en paz. La misericordia es algo difícil de comprender: no borra los pecados, porque para borrar los pecados está el perdón de Dios. Pero la misericordia es el modo como perdona Dios. Porque Jesús podía decir: Yo te perdono, vete. Como dijo al paralítico: Tus pecados están perdonados. En esta situación Jesús va más allá y aconseja a la mujer que no peque más. Aquí se ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los enemigos, defiende al pecador de una condena justa.

¡Cuántos de nosotros tal vez mereceríamos una condena! Y sería incluso justa. Pero Él perdona con esta misericordia que no borra el pecado: es el perdón de Dios el que lo borra, mientras que la misericordia va más allá. La misericordia de Dios es una gran luz de amor, de ternura. Dios no perdona con un decreto sino con una caricia. Lo hace acariciando nuestras heridas de pecado porque Él está implicado en el perdón, está involucrado en nuestra salvación.

Jesús es confesor. No humilla a la mujer adúltera. No le dice: Qué has hecho, cuándo lo has hecho, cómo lo has hecho y con quién lo has hecho. Le dice, en cambio, que se marche y que no peque más: es grande la misericordia de Jesús: nos perdona acariciándonos.

 

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