Foto de: Gilmanshin Saber perdonar es un arte del espíritu. Comporta, como mínimo, dos cosas. Una es aceptar y entender al agresor. Esto no significa justificar algo que puede ser terrible; significa no derivar la experiencia de la agresión en odio al agresor, sino en entender al que hace el mal como persona, incluso en su malicia.

La segunda es todavía más difícil; es entender que la propia vida o la de los míos entra también en el ámbito del mal, que todos navegamos en la misma nave.

Para el Evangelio, perdonar comporta en su raíz aceptar también el propio pecado. Ambas cosas son posibles solo en el ámbito de una experiencia, la del perdón de Dios, al otro y a mí mismo.

Saberse ya perdonado es el único clima que hace capaz al hombre de dar estos dos pasos: entender al que hace el mal y aceptar las propias negatividades, sin negarlas.

El cristiano puede acoger este mensaje o puede rechazarlo. No sería la primera vez que la palabra cristiana sobre el perdón es acusada de ineficaz, incluso contraproducente.

Miramos con horror el sufrimiento causado por las guerras y las revoluciones del pasado, y las que continúan hoy, en muchas partes del mundo.

La justicia es necesaria, pero su exigencia puede llevar a durezas muy inhumanas. Quizá hoy podemos entender algo que antes parecía ridículo: la necesidad de misericordia.

Creo que es propio de una gran madurez entender la sabiduría escondida en el binomio «justicia y misericordia», los dos acentos que la experiencia cristiana descubre en el misterio de Dios Padre.

 

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