El perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal.
Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34).

Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera entre todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso.

El perdón es ante todo una iniciativa de cada individuo respecto a sus semejantes. La persona, sin embargo, tiene una dimensión esencialmente social, por la cual establece una red de relaciones sociales en las que se manifiesta a sí misma: no sólo en el bien sino, por desgracia, incluso en el mal.

Consecuencia de ello es que el perdón es necesario también en el ámbito social. Las familias, los grupos, los Estados, la misma Comunidad internacional necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones interrumpidas, para superar situaciones de estéril condena mutua, para vencer la tentación de excluir a los otros, sin concederles posibilidad alguna de apelación. La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria.

Por el contrario, la falta de perdón, especialmente cuando favorece la prosecución de conflictos, tiene enormes costes para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se emplean para mantener la carrera de armamentos, los gastos de las guerras, las consecuencias de las extorsiones económicas. De este modo, llegan a faltar las disponibilidades financieras necesarias para promover desarrollo, paz, justicia. ¡Cuánto sufre la humanidad por no saberse reconciliar, cuántos retrasos padece por no saber perdonar! La paz es la condición para el desarrollo, pero una verdadera paz es posible solamente por el perdón.

La propuesta del perdón no se comprende de inmediato ni se acepta fácilmente; es un mensaje en cierto modo paradójico. En efecto, el perdón comporta siempre a corto plazo una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real.

La violencia es exactamente lo opuesto: opta por un beneficio sin demora, pero, a largo plazo, produce perjuicios reales y permanentes. El perdón podría parecer una debilidad; en realidad, tanto para concederlo como para aceptarlo, hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda prueba. Lejos de ser menoscabo para la persona, el perdón la lleva hacia una humanidad más plena y más rica, capaz de reflejar en sí misma un rayo del esplendor del Creador.

No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: no me cansaré de repetir esta exhortación a cuantos, por una razón o por otra, alimentan en su interior odio, deseo de venganza o ansia de destrucción.

 

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