PapaCoach Cracovia puede estar satisfecha de su acogida durante la XXXI Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), fruto del trabajo conjunto de Iglesia y Estado. El éxito ha sido posible, sobre todo, por la entrega de los voluntarios y la calidez de los polacos, que abrieron en masa las puertas de sus casas para recibir a los peregrinos.

La ciudad se blindó en materia de seguridad, dada la excepcional coyuntura y los riesgos que implicaba este multitudinario encuentro, tras el primer atentado yihadista contra la Iglesia católica en Europa y la detención de un iraquí con explosivos en Lodtz.

El Papa inició precisamente su viaje a Polonia con una respuesta firme ante esta amenaza. Así se lo hizo saber tanto a unos jóvenes que no se dejaron contagiar por el miedo, a los católicos tentados de levantar muros contra el islam, como a los políticos que criminalizan a la religión de Mahoma. No hay una guerra de religiones, el islam no es una confesión violenta y la única respuesta de la Iglesia pasa por la fraternidad. “No vamos a gritar contra nadie, no vamos a pelear. No queremos vencer al terror con más terror”, sentenció Francisco en lo que viene a ser el protocolo de actuación ante futuros ataques.

Con esta premisa quiso dar actualidad a su visita a Auschwitz y Birkenau. No se limitó a un abrazo a las víctimas y a un silencio orante por las atrocidades del Holocausto. Francisco ve reflejado ese dolor en un presente con torturados, secuestrados, enfermos discriminados, hambrientos, refugiados, víctimas de la guerra…
A estos últimos se les reservó butaca preferente en esta JMJ, tanto en el vía crucis, en la vigilia, como en su encuentro con los obispos polacos, en un país que se ha blindado a la acogida de quienes huyen de los conflictos.

Hacia todas estas víctimas de la indiferencia quiso orientar la mirada de los principales destinatarios de este viaje: los jóvenes. Francisco no se ha andado con paños calientes con ellos. Eso sí, ha mostrado, como lo hiciera en la JMJ de Río de Janeiro, un especial esfuerzo para hacerse entender. O lo que es lo mismo, ha conectado con ellos echando mano de los códigos de esta generación 2.0, la que ha contado al mundo su periplo polaco con el móvil a través de los chats y las redes sociales.

El Papa se ha servido de este lenguaje y de sus inquietudes para presentarles una alternativa de felicidad. Así, frente a la parálisis del sofá que les atrapa entre los videojuegos y la televisión, Francisco les ha invitado a algo tan simple y complicado como soñar. Frente al “maquillaje del alma” y el “doping” del éxito, les ha ofrecido a un Dios al que no le preocupan las marcas ni el dinero, sino su corazón.
Sumergido en su argot tecnológico, les ha presentado a Jesús como el contacto imprescindible en la agenda de su móvil, aquel con el que hay que chatear a diario en la oración. En esta misma línea ha mostrado el Evangelio como el único navegador para guiarse por la realidad.

Sin necesidad de citar estudio sociológico alguno, Francisco se reivindica de esta manera como un coach que no ofrece recetas terapéuticas de manual, sino que profundiza en las heridas de los también llamados millennials. Dentro de la pedagogía bergogliana, interpeló constantemente con preguntas a sus interlocutores. No de forma retórica, sino buscando un compromiso más allá de la euforia de un macroevento.

Francisco les regala pistas sobre cómo debe desembocar en una vuelta a casa que implique un cambio vital. “Ir por los caminos de nuestro Dios que nos invita a ser actores políticos, pensadores, movilizadores sociales”, subrayó un Papa que espera que esta generación no solo tome el relevo de la Iglesia en salida, sino que ejerza de protagonista de los cambios que necesita este mundo para que, de verdad, se haga presente un Reino de misericordia.

Esta altura de miras de Francisco con respecto a los frutos de la JMJ solo será realidad si los mensajes lanzados al aire son correspondidos por los jóvenes e impulsados por sus agentes de pastoral. En esta capacidad transformadora radica el auténtico éxito de esta JMJ.

 

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