Un sube y baja de cerros que hace agradable el panorama generoso en bosques de pinos y valles bien cultivados. Ciento cuarenta kilómetros es una distancia discreta en Guatemala. No así cuando hay que emplear seis horas, con buena suerte, para cubrir esa distancia entre San Pedro Carchá, en Alta Verapaz, y Nápoles, en Zona Reyna, el Quiché.

Los primeros cincuenta kilómetros son pan comido: carretera pavimentada. Después sigue el camino lastrado en descenso pronunciado, pasando por un corto trecho que paraliza la respiración: por ser botadero de basura y por el retorcido camino que se apega a una enorme pared de roca viva y un despeñadero de vértigo. Luego, pequeños pueblos de casas diseminadas a lo largo de un camino que sacude sin parar al vehículo. Y comienza el descenso precipitado hacia el río Chixoy.

Al otro lado, un respiro: ascenso con muchas curvas, pero con calle pavimentada. Por fin, Chicamán, la primera ciudad del Quiché, situada en una generosa llanura. Entonces el asfalto desaparece, pues vamos rumbo a las áreas más marginadas de la geografía chapina.

Un sube y baja de cerros que hace agradable el panorama generoso en bosques de pinos y valles bien cultivados.

Estábamos alerta ante lo que nos esperaba. Y desde una bajada muy inclinada pudimos ver en la pared de enfrente una formidable montaña, que caía casi perpendicular. La línea visible del camino infundía inquietud: ¿Por allá tenemos que pasar? No había alternativa.

Nuestro chofer asume con valentía el ascenso por un camino estrecho, en zigzag, resbaloso por la reciente lluvia. El ascenso no tiene pausa. Una vuelta abre a la siguiente. La profundidad del valle es cada vez más intimidante. Trato de no mirar a mi derecha. Agradezco a las densas nubes blancas que me ocultan lo que yo intuyo. Tenso los pies contra el piso del vehículo.

El ascenso es lento, riesgoso, infinito. ¿Cuándo terminará esto? Llegar a la cima ofrece poco consuelo. Hay que descender. Por suerte, ese trayecto es menos largo. Pero el camino empeora. Paciencia y pericia, y otra vez comienza el desfile de casas milagrosamente agarradas a las laderas empinadas. Aparecen también aldeas formadas por casas diseminadas con la común marca dolorosa de la pobreza.

Cansados, entumecidos, con el cuerpo jaloneado por los infinitos baches, llegamos de repente a nuestro destino: Nápoles, un nombre poético para una realidad desolada. Trazos de progreso en un marco de miseria. Al final, la casa de las Hermanas de la Resurrección.

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