La tierra es de Dios, no nuestra. Un nuevo concepto se abre paso en el lenguaje cristiano: conversión ecológica. Nos toma de sorpresa, pues asociábamos la conversión a conductas relacionadas con nosotros mismos o con los otros seres humanos.
La ecología ha sido considerada una ciencia menor dedicada a la protección de animales o plantas, más propia de gente con sensibilidad poética, poco práctica.

Hablar de conversión ecológica es una llamado poderoso a mirar al mundo de otra forma. Otro modo de entender el progreso y la economía.

No se está inventando nada nuevo. La base bíblica es clara. Génesis nos recuerda que el Creador puso al hombre en el hermoso y recién creado jardín del Edén para que lo trabajara y custodiara. Nada de “dominarla”, como malamente se entendía el término bíblico y que dio pie a aprovecharse de la creación de modo abusivo.

Saltan a la vista entonces los pecados ecológicos: explotación desenfrenada de los recursos naturales, contaminación ambiental, destrucción de la vida…
El pecado “original” de estos abusos se encuentra en el intento de jugar a Dios: disponer de los bienes creados por interés individualista. Así ha surgido una sociedad insolidaria, donde pocos ganan y muchos pierden.

Toca pues al ser humano desarrollar la creación en un proceso inacabable de belleza y calidad. Es evidente que el hombre no es el dueño de la creación, sino su administrador. Y que debe responder ante el Creador, señor del cielo y la tierra, sobre la tarea que le ha sido encomendada.

Dado que la ecología abarca a la naturaleza, al ser humano y a la relación con Dios, los pecados ecológicos incluyen también todo atentado a la vida humana: aborto, esclavitud, homicidio…

La misma configuración actual de la sociedad humana en base a núcleos que acaparan las riquezas y extensas masas humanas sumidas en la pobreza, no responde al plan divino del destino universal de los bienes.
En la esperanza de que las instituciones nacionales y supranacionales desarrollen políticas que favorezcan un progreso más sensato, nosotros los pequeños de la tierra podemos cultivar virtudes ecológicas: consumir y producir de manera sostenible, gozar de la creación sin obsesionarse por el consumo desmedido, amar la belleza de la creación, respetar la vida en todas sus formas, actitud contemplativa y agradecida hacia lo creado, solidaridad con los desfavorecidos de la tierra.

La tierra es de Dios, no nuestra. En cierto sentido, tiene un valor sagrado. La crisis ecológica es una crisis espiritual. El saqueo de la creación es pecado.

Jesús, que mira con cariño a los pajarillos, a la oveja perdida, a los niños y a los sufrientes, inspire nuestro amor respetuoso por todo lo creado.

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