TM4 Don Bosco creía en la oración. En la necesidad y eficacia de la oración. “Di a esta casa el nombre de Oratorio para indicar claramente que la oración es la sola fuerza en la que podemos confiar”.

En los días festivos, junto a los juegos, a la música y a las clases, el Oratorio ofrecía a los muchachos abundantes prácticas religiosas: la misa, la confesión, el rosario, la bendición con el Santísimo, e incluso las vísperas. A algunas personas todo eso les parecía excesivo. Pero bastaba mirar: se veía claro que los muchachos no estaban aburridos; rezaban y cantaban a todo pulmón. Y eso que muchos de ellos venían de la calle, rudos y sin pulir.

Al fin y al cabo esas prácticas religiosas no eran cosas extrañas y novedosas; eran las que el pueblo del Piamonte rezaba en aquellos tiempos. Lo novedoso era que ahora las rezaban los muchachos. Don Bosco los sabía motivar, les explicaba el valor de las diversas prácticas, sabía crear en torno a ellos un clima de fe, de presencia de Dios. Les hacía conciencia de que la iglesia era un lugar sagrado, que merecía respeto, un lugar de encuentro con Dios.

Además, los tiempos de oración no eran un paréntesis que interrumpía las actividades; eran parte de un programa integral de formación juvenil, junto a los momentos de recreación, de música y de diversos aprendizajes. Allí los muchachos vivían uno de los famosos trinomios de Don Bosco: “Piedad, Estudio y Alegría”.

Y otra cosa: para Don Bosco la oración no era algo ajeno a la vida: la vida se llevaba a la oración, y la oración se llevaba a la vida. Es decir, la oración ayudaba a los muchachos a controlar el carácter y no pelear, a vencer las tentaciones, a cumplir el deber, a vivir en pureza.

Don Bosco prefería que los muchachos rezaran y cantaran todos juntos, en voz alta, para animarse unos a otros y darse buen ejemplo. Pero, al mismo tiempo, sabía inspirarles un recogimiento interior durante la oración: “La mente debe ir unida a lo que reza la boca”.

Conociendo a sus oratorianos, sabía que a esa edad la fantasía no puede estar quieta tres minutos. Y entonces escribió para ellos El Joven Cristiano, un librito precioso (que yo todavía usé en mis años jóvenes). Allí los muchachos encontraban pequeñas meditaciones juveniles, las oraciones de la mañana y de la tarde, el modo de acompañar la misa y de rezar el rosario, devociones a la Virgen y una colección de cantos sagrados. Ese devocionario tuvo una enorme difusión: ¡sólo en vida de Don Bosco se hicieron 122 ediciones!

¡Y las fiestas! Las fiestas de San Luis, de la Inmaculada, de María Auxiliadora, de Corpus Christi…, Don Bosco las anunciaba con tiempo y las preparaba con una novena de “florecillas”. El día anterior, daba oportunidad de confesarse. Y, llegada la fecha, todo el Oratorio era una efervescencia: Misa cantada, con coro y monaguillos, juegos, procesión, banda, teatro. ¿Cómo iban a aburrirse así los muchachos?

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