EDH --001P Trescientas mil personas congregadas en un espacio más bien reducido es el indicador del arraigo profundo que monseñor Oscar Romero ha logrado en el corazón de todos los salvadoreños. Esa cifra es la muestra de una realidad mayor. Millones siguieron la ceremonia de beatificación a través de los medios de comunicación social. 

El evento parece haber sido un punto de quiebre en la realidad nacional. Estaba precedido por el nerviosismo de muchos años. ¿Habrá tumultos? ¿Será escenario de una confrontación entre izquierda y derecha? ¿Es oportuna una celebración de este tipo?

El milagro sucedió. El clima social y religioso resultó ser de una serenidad espiritual sorprendente. Era evidente la vivencia religiosa de intensa fe y comunión cristiana. Ninguna estridencia que perturbara la fiesta de todos los salvadoreños.

Allí, en la plaza del Salvador del Mundo, se reunieron pacíficamente gente de izquierda y de derecha, en respeto mutuo. No se trataba de tolerancia simulada, sino de asumir al nuevo beato como estímulo poderoso para construir una sociedad más humana, más justa, más fraterna.

Con una compleja organización casi perfecta, todos gozaron del triunfo de monseñor Romero, que pertenece a todos los salvadoreños. Y no se trataba de diluir su figura reduciéndola a un santo edulcorado. Retazos de sus mensajes apremiantes y valientes resonaban poderosos sobre la inmensa multitud que los aplaudía con fervor. 

Es decir, conserva todo su vigor su mensaje exigente por una convivencia salvadoreña basada en la justicia, libre de explotaciones y marginaciones. 

 

La beatificación de monseñor Romero alentó la esperanza nacional por una recuperación de la paz justa. El país sigue envuelto en un cruel y grave conflicto de violencia. La pobreza masiva es estridente, inhumana. Los diversos ensayos de una búsqueda de la paz efectiva han fallado clamorosamente. 

 

Monseñor Romero enciende de nuevo la esperanza de que un país mejor es posible.

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