Cs5,42SantuarioM.Ausiliatriceq.N.Musio Don Bosco desarrolló en su vida una actividad casi increíble. Fundó dos congregaciones religiosas (Salesianos e Hijas de María Auxiliadora) que, al morir él, ya contaban con 1200 miembros y 400 novicios/as; levantó escuelas, talleres y oratorios, en diez países, para los hijos del pueblo; edificó tres bellas iglesias; organizó doce expediciones misioneras para las lejanas regiones de Sudamérica; escribió docenas de libros para la educación de los muchachos y la evangelización del pueblo; viajó por Italia, Francia y España resolviendo trámites y buscando recursos; envió una enorme cantidad de cartas a sus salesianos, a los jóvenes, a los bienhechores, a las autoridades.

¿Cómo pudo hacer tantas cosas? ¿De dónde sacaba tanta energía? ¿Cuáles eran las secretas intenciones que lo movían? Ciertamente no la economía (aunque necesitó y buscó dinero), tampoco la política (aunque ayudó a resolver los conflictos entre el Gobierno y el Vaticano), ni siquiera un simple proyecto cultural (aunque fundó imprentas y editoriales). Lo suyo era algo mucho más profundo e integral: ¡la salvación! La salvación de los muchachos; una salvación total y definitiva; una salvación que comienza en la vida actual, pero que debe desembocar en la vida eterna. Les escribe: “Uno solo es mi deseo: que sean felices en el tiempo y en la eternidad”.

 

Ahora bien, la salvación está en Jesús, solo en Jesús. Jesús es la clave, el secreto de la felicidad; no hay otro. Y entonces Don Bosco se propuso acercar los jóvenes a Jesús. No soportaba verlos solos, tristes, alejados, desorientados, expuestos. Los buscó y les ofreció pan y hogar, afecto y protagonismo, arte y deporte, preparación académica y profesional, vida sacramental y una propuesta de santidad al alcance de ellos. En otras palabras, la fuerza profunda de Don Bosco, su “espiritualidad”, fue el amor: amor a Jesús y amor a los muchachos.

 

Pero resulta que a Jesús, en concreto, se le encuentra en la Iglesia, más exactamente en la Iglesia católica. Así que Don Bosco vivió entre dos amores: amor a los jóvenes y amor a la Iglesia. Y trató de acercar esos dos polos. Vivió para devolver los jóvenes a la Iglesia, y abrir la atención de la Iglesia a los jóvenes. 

 

Primer polo: los jóvenes. Tuvo una gran sensibilidad, cercanía y dedicación a ellos. Creó muchas cosas para hacerles el bien, un bien integral. Compartía personalmente con ellos, confiaba en ellos, los hacía protagonistas. Los rodeaba de un ambiente de familia, de alegría, de participación, de serio empeño. Creó en su favor un “sistema educativo”, un proyecto, un camino de éxito y de santidad. Los dignificó, los hizo famosos en sus libros. Extendió su mirada más allá del horizonte para llegar a todos los muchachos del mundo. Suscitó en la sociedad un movimiento de atención y simpatía hacia ellos. 

 

Segundo polo: la Iglesia. Don Bosco fue un gran servidor de la Iglesia: la amó, le fue fiel, trabajó por ella con gran celo. Un signo de ello fue su sincera adhesión al Papa, aun en tiempos muy difíciles. Escribió muchos libros para defender a la Iglesia, su historia, su doctrina, y fortalecer la fe del pueblo católico, acechada por sectas masónicas y protestantes. Trabajó para que no faltaran en la Iglesia vocaciones sacerdotales. Envió misioneros a lejanas tierras para sostener la fe de los migrantes y conquistar para la Iglesia a pueblos aún no cristianos. Difundió la devoción a la Virgen María bajo el título de Madre de la Iglesia y Auxiliadora de los cristianos. Acercó la Iglesia al mundo moderno, y el mundo moderno a la Iglesia, mostrando al mundo una forma de ser cristianos sin desdeñar la técnica, el deporte, la música, el teatro, la cultura.

 

Esa es la espiritualidad de Don Bosco, su energía profunda: dos amores en uno.

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