16420469366 2f33fa442d_k Quien acepta la invitación de Cristo a la vida religiosa pronuncia los tres votos clásicos: obediencia, pobreza y castidad. Este paso formal de ingreso a la vida religiosa amedrenta a más de uno. 

Y resulta absurdo para quien carece de la visión de fe. Suena a mutilación, a masoquismo. A una vida privada de goces elementales: el amor, el éxito, la libertad.

Los votos religiosos no son, en primer lugar, renuncia, sino liberación. Dicho así, provocará más de una sonrisa escéptica: pobreza, castidad, obediencia suenan a carencia, despojo, pérdida. ¿Cómo es posible que un joven lleno de ilusión por la vida y con sueños inmensos decida pronunciar esos votos inhumanos y empobrecedores?

Empecemos por entender que la invitación a la vida religiosa viene de Dios. De Dios que es vida, plenitud, gozo. Sería una visión absurda que a sus escogidos Dios les proponga una vida mutilada. Dios llama para enriquecernos, no para disminuirnos.

 

Por eso, los votos religiosos son llamados carismas. Carisma, en el lenguaje bíblico, significa don. Y los dones, sobre todo si vienen de Dios, son bienvenidos. Son carismas en línea con Cristo y su evangelio. Se trata de centrar la propia existencia en el Señor y vivir su proyecto de buena noticia. Se trata de consagrar la propia existencia a la adoración de un Dios amor y al servicio de los hermanos.

 

La obediencia no es pérdida de la propia libertad, sino elección profunda de la voluntad de Dios, poniéndose a su servicio. La expresión “voluntad de Dios” está teñida de malos entendidos. Decimos “que se haga su voluntad” cuando acontecen cosas tristes como muertes, enfermedades incurables, pérdidas. La voluntad de Dios no pretende complicarnos la vida, como si Dios se divirtiera atormentándonos y todavía nos pidiera aceptación sumisa. 

 

Nadie espera una llamada telefónica de Dios para recibir en directo instrucciones de lo alto. Vivir conforme a la voluntad de Dios significa vivir a la altura del proyecto grandioso que Dios ha diseñado para cada uno. Pero ese designio divino exige de nuestra parte apertura y docilidad. A ello colabora el superior de la comunidad que nos va guiando delicadamente para crecer en sintonía con la voz callada de Dios. 

 

La pobreza, a primera vista, hace arrugar la cara. Todos aspiramos a la legítima posesión de los bienes necesarios para una vida holgada. Pero el afán de poseer puede envenenar nuestra vida y convertirla en obsesión destructiva por poseer desaforadamente. El voto de pobreza es el camino para superar el egoísmo, desarrollar la confianza en el Padre providente y crecer en la solidaridad, la caridad, el compartir. Esto sí es riqueza profunda.

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