MIGRANTES-SDARC-154936 El fenómeno de niños y jóvenes que emigran a Estados Unidos no es nuevo. Desde los tiempos de la guerra ha habido ese flujo constante de adultos y niños que se han arriesgado a un viaje azaroso con tal de buscar nuevas oportunidades.

En aquellos años de guerra y posguerra, la motivación principal para abandonar el país era la pobreza extrema, sin visos de solución a corto plazo. Es decir, aquí apenas se podía subsistir de mala manera. En el Norte se podía encontrar mejores oportunidades. Lo cual era cierto. 

Aunque explotados, clandestinos y en riesgo permanente de ser deportados, la vida en el Norte era mejor que la calamitosa situación de pobreza en los países del triángulo norte.

La situación ha cambiado. No es que el problema de la pobreza asfixiante se haya aliviado. Lo novedoso es el incremento de la violencia y la consecuente inseguridad.

La delincuencia organizada o pandilleril ha ido creciendo en número y poder en las poblaciones pobres o en los barrios marginales. Las pandillas controlan territorios, exigen rentas gravosas, expulsan de sus viviendas a cualquier vecino, implantan toques de queda.

Los jóvenes honestos se encuentran asediados. Son presionados para integrarse en la mara del barrio. Si se niegan, desaparecen cualquier día y, con suerte, se hallará su cadáver en estado de descomposición. 

Si el joven o la joven cede a la tentación de integrarse a la pandilla, entra en un círculo infernal del que ya no habrá salida. 

¿Qué opción tiene un padre o madre de familia que ve cómo su hijo o hija está siendo atraído fatalmente por esa maquinaria infernal de la violencia organizada? Acude al mal menor: mejor que afronte el alto riesgo de emigrar a que se quede atrapado en las mortíferas redes del mal tejidas fatalmente en el entorno del propio barrio.

La migración de niños y jóvenes de repente cobró visibilidad. Cundió la alarma en los pueblos fronterizos del sur de Estados Unidos, que se vieron desbordados por un alud de pequeños migrantes. Las autoridades locales se vieron enfrentadas a lo que empezó a llamarse una emergencia humanitaria. Y de rebote, el gobierno central se enredó en la búsqueda de soluciones de emergencia.

Fue entonces cuando las autoridades de nuestros países se rasgaron las vestiduras. En vez de atacar el problema con soluciones estructurales, se llenaron la boca con lamentaciones conmovedoras o con propuestas ingenuas. Había que desaconsejar a los padres de familia de no enviar a sus hijos fuera del país. Como si los padres de familia acudieran a ese recurso por irresponsabilidad o ignorancia.

El problema es la horrible pobreza que bloquea todo esfuerzo por una vida digna. Mientras haya esas condiciones de pobreza extrema, la única solución a la vista será enviar a los menores al norte, jugando con fatalidad de la ruleta migratoria.

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