MIGRANTES-SDARC-152856 Christian, 13 años, y su hermanito William, 8 años, decidieron emigrar a Estados Unidos. Su mamá había hecho lo mismo años antes, fue deportada, y lo intentó de nuevo, con éxito. Sus hijos se aventuraron porque anhelaban reunirse con su mamá.

El viaje resultó peor de lo imaginado. Fueron asaltados, les robaron sus pertenencias, viajaron en territorio mexicano durante 48 horas seguidas en un furgón, William en la cabina, Christian atrás, ambos sin comida, tomando solo agua. Al final, estaban deshidratados y enflaquecidos.

Durante el viaje les tocó ver y oir de todo: conversaciones de narcotraficantes, narraciones de niñas violadas. 

Luego, a caminar tres días por el desierto. El menor se agota y el mayor debe cargarlo. Otros adultos van con ellos. Por las noches, dormir al raso, en total oscuridad, sin algo que los defienda del frío despiadado, oyendo el ruido terrorífico de las serpientes cascabel. 

Al tercer día, ambos niños no resisten más y se quedan solos. Es la estrategia del coyote para que la policía fronteriza los capture.

Y así fue. Internados por unos días, les indican que serán deportados a El Salvador vía aérea. Son llevados en avión que, inexplicablemente para ellos, aterriza en Texas. Allí son consignados a familias de cuido y sometidos a tres juicios de evaluación. Para su suerte, ganan los juicios, ya que eran niños bien educados. Christian estudió en el Colegio Santa Cecilia, de Santa Tecla; William, en un colegio religioso. Ambos pertenecieron a grupos del movimiento juvenil salesiano.

Fueron dos semanas de completa incomunicación tanto con los parientes en El Salvador como con su mamá en los Estados Unidos. Les estaba prohibido hacer llamadas telefónicas para no delatarse.

El año pasado fueron autorizados a estudiar. Christian se graduó en la High School, ha obtenido media beca para estudiar en la universidad y trabaja para completar el resto necesario para pagarse sus estudios. William continúa en High School.

Antes de emprender ese largo camino erizado de peligros, su tía en El Salvador le dio a uno una medalla del niño Jesús y al otro una medalla de María Auxiliadora. Los dos confiesan que durante todo el trayecto rezaron sin parar. Todavía conserva cada uno su medallita como un recuerdo valioso de la fortaleza que los sostuvo milagrosamente sanos y salvos.

 

¿Final feliz? Ambos niños todavía reviven cada día la pesadilla del ruido nocturno de las serpientes cascabel en el desierto inhóspito.

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