EDHSU-ASES-SDARC-110741 El Triángulo Norte de Centro América es ya una referencia geográfica a nivel mundial. Guatemala, El Salvador y Honduras sufren de una calamidad compartida: la violencia. Los estudiosos de ese fenómeno social nos ofrecen cifras escalofriantes al respecto. Perdemos más vidas por la violencia social que en una guerra normal.

La cara más visible de esta situación enfermiza se identifica con las temibles maras, que se han arraigado y extendido como un cáncer en nuestras sociedades nacionales.

Los informativos de cada país reportan a diario el rosario de hechos delictivos que estallan con puntualidad exasperante: asesinatos, desaparecidos, violaciones, extorsiones, asaltos, balaceras, intimidaciones.

Los barrios y colonias humildes de nuestras ciudades y pueblos se han vuelto áreas peligrosas para quienes allí viven o para visitantes arriesgados. En algunos casos, las maras llegan hasta a imponer una especie de toque de queda. 

Numerosas familias abandonan calladamente sus viviendas huyendo de amenazas letales. La casa queda abandonada o bajo posesión de la mara del lugar.

En esos barrios humildes de alto congestionamiento poblacional prácticamente todos los habitantes están obligados a pagar la célebre “renta”, cantidad económica arbitraria exigida por la mara bajo amenaza de muerte. Y la amenaza no es broma. Quien no paga, muere.

La mara es territorial. El control del propio territorio se conquista y se defiende por la vía del terror. Cada vez son más las áreas dominadas por las maras, desde la gran ciudad hasta los pequeños pueblos rurales. 

La mara es casi invisible. En la superficie todo pasa con aparente normalidad. Quien desconoce la realidad no se percatará del niño que llega al pequeño negocio a recoger la renta. La fatídica llamada telefónica que recibe inesperadamente cualquier vecino le trastorna su vida, sin que casi nadie de su círculo se percate. Es difícil que los transeúntes apresurados  se den cuenta del joven que presiona la punta de un puñal en el costado de la víctima para robarle tranquilamente su teléfono celular. Los tatuajes identificadores ya casi no existen.

 

Pero la violencia no es exclusiva de las maras. De hecho, la violencia tiene mil caras: violencia laboral, intrafamiliar, acoso sexual, desamparo institucional, comercio de seres humanos, tráfico de armas, trasiego y venta de drogas, servicios estatales de pobre calidad (educación, salud, protección jurídica, seguridad pública…). 

 

La generalización de los actos de violencia arbitrarios fomenta la cultura de la violencia debido a la crispación social o estrés derivados de vivir a la defensiva. De allí los estallidos violentos por causas mínimas: la pelea por un espacio de parqueo que se resuelve a balazos;  la impaciencia ante los atascos de tráfico que descarga un torrente de  insultos o agresiones. Es la violencia a flor de piel. La gente se enferma por vivir en tensión continua, bajo una amenaza que se respira invisible.

 

Añádase a todo eso la angustiosa crisis económica, los insultantes escándalos de corrupción de gente poderosa, la debilidad del Estado, la corrupción de quienes deben proteger al ciudadano. 

 

Entonces surge la rabia y la tentación de resolver la violencia con la violencia. O aplaudir con regodeo cuando los delincuentes se matan entre sí.

 

 

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