stress La presencia y acción de los actores de la violencia produce un profundo daño en toda la sociedad, no solo en los directamente afectados.

Primero, las víctimas directas, los que mueren de muerte violenta. Una muerte atroz, que incluye con frecuencia torturas salvajes, saña desalmada, violaciones crueles. O aquellos que son acribilladas a balazos. 

La gran mayoría de las víctimas son jóvenes. Muchas muertes son el resultado de rivalidades entre pandillas, generalmente por control de territorio. Otros jóvenes son asesinados por negarse a entrar en una clica. Otros pierden la vida por resistirse a un asalto. Ser joven se ha vuelto un riesgo potencial.

Luego, las familias de las víctimas, que pierden violentamente a hijos o hijas. O que sufren angustias cuando el hijo comienza a coquetear con determinada pandilla. O lo tienen que enviar lejos de urgencia porque la amenaza de muerte se cierne sobre su cabeza. O que está recluido en el infierno de una cárcel con condena de largos años. O que tiene que abandonar sus estudios porque el centro escolar es está bajo el control de maleantes juveniles.

Los habitantes del barrio o colonia viven en suspenso, pues cada dos o tres días hay un muerto por ahí, o las balaceras estallan de día o de noche. ¿Cómo caminar en paz por las calles y pasar frente a grupos de jóvenes ociosos que te siguen con la mirada fría? ¿Cómo poder sobrevivir pagando una renta a las maras, deducible de un salario menguado o de un negocio humilde?

Los usuarios del servicio público de transporte viajan cada día con el corazón estrujado. No es raro que dos o tres delincuentes anuncien a los pasajeros que pasarán recogiendo celulares o dinero, como si de una colecta benéfica se tratara. Ay del que se resista. Alguna vez un pasajero atrevido desenfunda su pistola, y entonces el bus se convierte en película de vaqueros, para terror de los usuarios.

Cunde el desaliento en la población al constatar la incapacidad del Estado para controlar el desorden social y ofrecer mínimas garantías de seguridad pública. Se anida en el corazón la sospecha fundada de que quienes deben proteger a la población se han corrompido y están en connivencia con los maleantes. Entonces desaparece la confianza hacia jueces, legisladores, fuerza pública a todo nivel. Corre un alto riesgo quien se atreve a denunciar un hecho delictivo.

 

Los niños de los territorios mafiosos admiran a esos antihéroes temidos, poderosos, que viven con holgura, sobrados de dinero, ociosos. Niños que se convierten en la mano larga de la pandilla para recolectar extorsiones, o vigías para detectar movimientos policiales en las cercanías. 

Alumnos y maestros de las escuelas viven en zozobra. De repente es peligroso asistir a clases. El maestro abandona la escuela. Los padres de familia prefieren dejar al niño en casa. Los escasos bienes de la escuela son robados.

 La violencia campante hace brotar en la gente honrada sentimientos de frustración, de represalia. “Que se maten; que los maten.” Y así nos enfermamos todos de violencia.

 

Ese torbellino de violencia provoca inseguridad, miedo, desconfianza, desaliento. ¿Qué futuro puede tener una sociedad atrapada en esa pesadilla?

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