HNR05 EL-S-SDARC-110107 El escándalo y el terror ocasionados por la violencia desenfrenada son hechos incuestionables. Solo quienes viven en burbujas protegidas pueden encogerse de hombres ante la epidemia de dolor y zozobra. Los indefensos, los de abajo son los que están condenados a vivir codo a codo con los delincuentes.

La confusión, en cambio, es palpable cuando se intenta ir a las raíces del problema. O, peor aún, cuando se busca acabar con las consecuencias dejando intactas las causas. Algo así como querer bajar la calentura sin preocuparse de su origen.

¿En qué humus brotó la plantita del mal antes de que se convirtiera en un árbol sólido? “Nuestro pueblo es un pueblo violento”. “Se han perdido los valores”. “La guerra nos ha dejado así”. “Los jóvenes emigrantes aprendieron a ser violentos en Los Ángeles”. “El tráfico y comercio de la droga ha corrompido todo”. “Las autoridades son débiles o están aliadas con los delincuentes”. Esas son las voces de la calle. A lo mejor, todas juntas dibujan un círculo vicioso sin visos de salida.

 

Sin duda que la guerra fue una escuela de violencia. Miles de personas con licencia para matar. Se acabó la guerra, pero los combatientes perdieron la sensibilidad por el respeto a la vida humana.

El río imparable de emigrantes a Estados Unidos alimentó una esperanza de vida mejor que pronto se estrelló ante la muralla del racismo despectivo. Había que defenderse y defender los territorios allá conquistados, pues grupos locales rivales eran una amenaza tangible. La deportación inmisericorde de esos recién llegados indeseables trajo consigo la estrategia de la pandilla organizada.

Luego aparece el tráfico de drogas. Somos el puente entre productores al sur y consumidores al norte. Se necesitaba una estructura criminal que asegurara el trasiego de ese costoso veneno moderno. El dinero fácil es tentación halagadora para quien vive al borde de la subsistencia. Las gruesas sumas de dinero corrompen por parejo a mercaderes, transportistas y agentes de seguridad pública. La clandestinidad del turbio negocio se tiñe de sangre.

 

Pero pareciera ser que la madre de todas las causas sea una estructura social altamente desequilibrada. En estos pequeños países colindan, que no conviven, minúsculos grupos económicamente poderosos con una clase media alta que puede soñar con un trabajo estable y bien remunerado, con una clase media baja bastante atribulada por mantener un precario equilibrio entre ingresos estrechos e inseguros y nivel de vida al límite inferior de lo humanamente aceptable, con una clase pobre que no puede soñar, porque su acceso a educación, salud y trabajo es de tan mala calidad que ve casi cerrada su legítima aspiración a un ascenso social.

 

Al fondo de la escala social se encuentra una masa informe que ha perdido los valores humanos, ha interiorizado su condición de parias y se ha envuelto en el fatalismo degradante. Está compuesta por quienes se han bajado del carro de la historia y se resignan a malvivir, aceptando el crimen como el camino fácil para una vida precaria. Es en este grupo donde ordinariamente se fermentan las pandillas como opción cómoda para vivir una vida sin futuro.

 

¿Qué vida pueden soñar jóvenes arracimados en chabolas inhumanas, con una escolaridad barniz, trabajando en oficios ocasionales con salarios de hambre, sin protección social, bajo la mirada desconfiada del resto de la sociedad? Si vives en determinado barrio calificado como “caliente”, entonces buscarás de balde un trabajo decente y la aceptación social.

 

Al Estado corresponde promover políticas sanas de largo alcance orientadas a la búsqueda de condiciones mínimas de vida digna para todos los ciudadanos. Que todo ciudadano tenga acceso a un servicio de salud pública eficiente, a una educación de calidad, a una oportunidad de trabajo justamente remunerado, a la seguridad social y jurídica y al respeto de sus derechos humanos. En esa tarea estamos comprometidos todos.

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