La primera impresión que nos quedó fue la desbordada multitud que se congregaba en cada evento, con el culmen de cuatro millones de personas en la misa final. Multitudes pacíficas, delirantes de alegría y fe.
Luego, por supuesto, la figura central del papa Francisco. Humilde, cercano, sonriente, incansable. Nada de discursos teológicos nítidamente hilvanados. Fueron ideas fuertes, atrevidas, provocadoras que lanzaba sobre todo a los jóvenes para animarlos a ser apóstoles audaces de Jesús.
Sus mensajes fueron una sacudida casi eléctrica para despertar a una iglesia adormecida, burocrática, encerrada. Las palabras de orden eran tajantes: salgan, vayan afuera, a la periferia; busquen a los marginados, a los pobres; miren, toquen, abracen a la gente con cariño maternal.
No domesticar a los laicos; no encerrar a los jóvenes; dejar los aires de clericalismo y de prepotencia. Toda una revolución pastoral.
Por supuesto que la tajada del león le correspondió a los jóvenes. “Quiero que armen lío”. “Un joven que no proteste, no me gusta”, dirá a un entrevistador de TV brasileño. Todas las jornadas fueron un ejercicio de cariño exigente. El papa los quiere protagonistas.
Los gestos del papa Francisco eran tan elocuentes o más que sus discursos. El presentarse desprotegido, en vehículo económico, con su apariencia indefensa. ¿Qué diría usted, - le dice al mencionado periodista- de una mamá que va a visitar a su hijo encerrada en una cabina de cristal?
Nos va a costar asimilar esta revolución que ha impulsado el papa con firmeza incuestionable.
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