Luis Carías, sacerdote salesiano

 

TM9

Aquella mañana fría de diciembre había un fila inmensa de gente a lo largo del Colegio Don Bosco, en Guatemala. Empezaba en el portón grande y casi llegaba al atrio del templo. Yo no había oído nada del “Don Bosco” ni de Don Bosco. Había cerrado mis estudios primarios y el colegio donde estudié no tenía secundaria. La mayoría de mis compañeros dijeron que iban al “Don Bosco”. Así que yo también fui para allá.

Gané el examen de admisión y comenzó esta aventura que continúa. Encontré un ambiente que me agradó mucho. Me sorprendieron las dimensiones de la escuela y la enorme cantidad de alumnos. Encontré un mundo sorprendente: amabilidad, organización, espontaneidad, disciplina, exigencia académica, miles de actividades extra-curriculares, propuestas de fe atractivas, propuestas para desarrollar nuestras cualidades: liderazgo, música, arte, deporte, religión, estudio, atención personal, y mucha comprensión y apoyo en alguna travesura juvenil o dificultad. Cinco años no fueron suficientes para aprovechar todo ese ambiente que podemos llamarlo de una manera más formal: “el sistema educativo de Don Bosco”, o la “pedagogía de Don Bosco”.

Mi experiencia con esta pedagogía que enseña a vivir, no sólo a “portarse bien” es la que pretendo proponer como animador y educador. En mi vida pastoral he podido convencerme de su validez y seguir creyendo en esta maravillosa intuición del Espíritu Santo.


Acompañamiento personal: la importancia de un saludo, una sonrisa, un encuentro informal o formal. Una pregunta tan simple como ¿cómo estás? puede convertirse en un puente de comunicación increíble. Una amistad incondicional y desinteresada, que tanta falta les hace a los jóvenes.

La preocupación auténtica y respetuosa del camino de nuestros jóvenes, que agradecen mucho. Con paciencia y amabilidad puede desembocar en una sabrosa confesión, en la que colaboro para que Jesús quite de sus espaldas tantas cosas con que la sociedad y la desintegración familiar los carga injustamente. 

He podido ver que los jóvenes pasan más tiempo en nuestras escuelas que en su casa. Donde trabajo ahora el sábado parece un día escolar más: juegos, catequesis, punto de reunión, bandas musicales, un patio a disposición. Es su casa. A veces en broma los mando a su casa, y me agrada escuchar su respuesta: “Esta es nuestra casa, ustedes nos lo han dicho”. Cuando tienen un problema serio, es a su escuela a donde acuden por primero. 

Se les propone de forma sencilla, profunda, constante, creativa, tradicional. Se va convirtiendo en muchos de ellos como una forma casi invisible de ir uniendo su vida al seguimiento de Jesús, en la vivencia de los valores que el Señor les propone, en acercarse a los sacramentos de una manera espontánea, en encontrar en la eucaristía y en el Santísimo una fuerza para alcanzar sus metas y superar los obstáculos. En la Reconciliación encuentran a alguien que los escucha, los orienta, los anima, los sana y los llena de alegría el saberse amados y perdonados por el Señor. Llegan desanimados, desesperanzados, agobiados y se retiran con un sincero ¡gracias, padre! o una gran sonrisa.

Un día, mientras esperaba abordar un vuelo en la sala del aeropuerto, se acercó un ejecutivo de apariencia impecable y con muchas millas de vuelo. Me saludó efusivamente y me preguntó si me acordaba de él. Recordé que era costarricense, que había estudiado en el Técnico Don Bosco, que lo conocí en el 88 y 89. Logré acordarme de su nombre: Kurt. Platicamos sobre los viejos tiempos y su vida presente: padre de tres hijos, empresario exitoso, metido en dos fundaciones. Y la famosa frase: “Cómo me ha ayudado todo lo que aprendí en el Don Bosco”. La media hora de conversación pareció un minuto. 

Sigo creyendo en Don Bosco porque he visto que verdaderamente esta manera de educar puede indicar el camino para ser feliz aquí y en la eternidad con Dios.

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