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Argentina y Latinoamérica, fueron las dos palabras que se me vinieron a la mente cuando el miércoles 13 de marzo pasado escuché por las bocinas de la impresionante Plaza de San Pedro el apellido del Cardenal elegido para dirigir el destino de la Iglesia Católica: Bergoglio 

Mi oración personal se dirigía a Dios pidiéndole un Pastor, un referente, un hermano en la fe que fuera capaz de defendernos como lo había hecho Benedicto XVI. 

En ese clima interior me dirigí a la Plaza de San Pedro para, en el segundo día del Cónclave, participar de un signo de comunión en medio de los brazos de nuestra Madre, la Iglesia. Yo no quería dejar pasar la oportunidad de unirme a la oración de miles y miles que alrededor del mundo clamaban al cielo. - Danos un buen pastor – le pedí – no hagas esperar más a tu pueblo que en el fondo necesita de un criterio humano para vivir la fe en Ti. Como niño chantajeaba a Dios diciéndole que estaba ahí para ver salir un nuevo pontífice y que no dedicaría otro día, y bajo esas horribles condiciones climáticas, para esperar más. 

Cuatro horas esperé con la mirada fija en la piedras que forman el pavimento o en la chimenea del Cónclave. A mi alrededor oí desde los comentarios más superficiales hasta los más profundos, pasando por algunos hirientes y despiadados en contra de mi fe. No había perdido la esperanza cuando escuché los gritos de la gente emocionada y gozosa porque el humo que salía era realmente blanco. Mis compañeros me gritaban para que respondiera de la misma manera, pero ya en mi interior había pasado de esperar la fumata bianca a esperar al Papa elegido. 

No quería dejar de ver el rostro del nuevo Papa cuando salió por la puerta del balcón central de la Logia de las Bendiciones de la Basílica. Desde que  nos dijo: buenas noches, hasta que nos mandó a descansar serenos, supe que Dios se había manifestado y había escogido a un hombre bueno y sencillo para ocupar el más grande e importante lugar de dirección de la Iglesia. Y este hombre tan importante y rodeado de tantos protocolos, quiere caracterizarse por la humildad y la pobreza, quiere caminar al lado de nosotros, que somos parte de una Iglesia que está llamada a ser cada día mejor y más claro signo de salvación. 

P. Gabriel Romero, sdb 

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