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Llorar por el pasado no sirve de nada. Administrar lo que va quedando no es una solución razonable. Pretender restaurar tiempos idos, según aquello de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, es una ilusión inútil y desenfocada.

La primera conversión urgente de mente y corazón se dirige a comprender y acoger la hora presente. Amar el tiempo en que nos toca vivir, con todos los retos y desconciertos que trae. Descubrir los valores que aporta, aunque vengan en envolturas desagradables. Esto nos ayudará a configurar el futuro, y no solo esperar que se nos eche encima.

Tenemos un tesoro en nuestras manos: el Concilio Vaticano II. Ni desecharlo como traición a la iglesia, ni considerarlo como superado por los nuevos retos de hoy. Históricamente la recepción de un concilio ha sido un proceso largo, difícil y complejo, además de controvertido. Ni desilusiones ni impaciencias.

Luego, volver a las fuentes, renovar la tradición. No hay que inventar una nueva iglesia. Es descubrir la belleza de los orígenes, empezando por el evangelio. Recomenzar desde Cristo.

La nueva evangelización no se da con el estreno de tácticas apostólicas más o menos originales. Empieza con un cambio radical de mentalidad.

El primer punto es asumir la evangelización como la identidad más profunda de la iglesia, su gracia y su vocación. No será, pues, una tarea más a realizar, sino la tarea.

 

Luego, vienen preguntas provocadoras:

 

¿Nos hemos encerrado demasiado en nuestras parroquias y comunidades? ¿Giramos demasiado en torno a nosotros mismos? ¿Existe una pasión misionera, es decir la voluntad de crecer antes que encogerse? ¿Nos interesan realmente los que están fuera?

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