El acompañamiento se basa en la presencia del educador entre los jóvenes .::. Foto:C. Gaitán El hombre es parte de una red de relaciones, no opcionales o secundarias, entre ellas la que tiene con las otras personas, que es inmediatamente evidente y ocupa un puesto privilegiado.

Lo primero que la persona percibe no es el yo con sus potencialidades, sino la interdependencia con los otros que requieren ser aceptados en su realidad objetiva y reconocidos en su dignidad.

En esta óptica la responsabilidad aparece como capacidad de percibir signos que proceden de los otros y darles respuestas. Se trata de una llamada ética porque lleva consigo exigencias de responsabilidad y de compromiso. El hombre se despierta a la existencia personal cuando los otros dejan de ser vistos sólo como medios de los que servirse.


Una cultura vocacional debe prevenir al joven de una concepción subjetivista que hace del individuo centro y medida de sí mismo, que concibe la realización personal como defensa y promoción de sí, más que como apertura y donación. Y asimismo de las concepciones que en la relación intersubjetiva quedan aprisionadas sólo en la complacencia, sin ver su carácter ético.

La llamada a la trascendencia se hace más evidente cuando la persona es capaz de abrirse a los interrogantes fundamentales de la existencia y capta su densidad real. Aparece entonces su apertura al más allá, ya entrevisto en sus realizaciones positivas y en sus límites. Comprende que no puede detenerse en lo que le es inmediatamente perceptible ni circunscribirse al hoy.
La persona es un misterio infinito que sólo Dios puede explicar y sólo Cristo puede saciar. Por eso está naturalmente impulsado a buscar el sentido de la vida y a proyectarse en la historia. Debe decidir su orientación a largo plazo, teniendo delante diversas alternativas. Y no puede recorrer la propia vida dos veces: debe apostar. En los valores que prefiere y en las opciones que toma se juega su éxito o su fracaso como proyecto, la calidad y la salvación de su vida. Jesús lo expresa de forma muy clara: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,35-36).

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