Millares de personas intentan colarse  en los países de la abundancia. Foto EDH Como secuela de la última grave crisis económica mundial, en casi todos los países ricos se está produciendo un recrudecimiento del fenómeno antiinmigrante.

Los medios de comunicación social reportan decisiones gubernamentales alarmantes: expulsiones en masa de inmigrantes, murallas que se levantan en las fronteras, endurecimiento de los requisitos para ingresar a esos países, racismo y xenofobia.

Estados Unidos desata la alarma con la ley antiinmigrante de Arizona y con su sólida muralla al sur para contener la oleada de indeseables. En el sur de Italia se han producido choques violentos entre residentes locales e inmigrantes africanos. Francia expulsa a sus gitanos destruyendo sus refugios y tomando sus huellas dactilares. Otros países europeos, que se caracterizaban por sus políticas de puertas abiertas, ahora comienzan a plantear políticas restrictivas en el campo de la inmigración. Es el caso de Holanda, Suecia y Alemania. Con mayor o menor dramatismo, este fenómeno se manifiesta en todos los países ricos.


En esos países económicamente desarrollados se da un creciente malestar hacia el extranjero pobre, a quien se le mira con sospecha. Los partidos de derecha se fortalecen bajo la consigna de echar fuera a los inmigrantes. Se tiende a equiparar inmigrante con delincuente o terrorista. Los medios de comunicación social atizan tales sentimientos con información sesgada: amplificar la nota roja generalizando los hechos delictivos cometidos por algunos. Aumenta el número de ataques violentos, a veces fatales, a los extranjeros.

La reacción antiinmigrante pasa de la sospecha hacia el huésped indeseable al clasificarlo como delincuente por el solo hecho de no tener documentos en regla.

Antes de la crisis económica, oleadas de trabajadores afluían hacia los países ricos ávidos de mano de obra barata. Entonces los recién llegados eran bienvenidos. Con la crisis y su consiguiente contracción económica y despidos masivos de trabajadores locales, la presencia de inmigrantes comenzó a resultar un estorbo enojoso. Había que activar los mecanismos de retorno (deportaciones) o medidas más severas de control en las fronteras.

El huésped indeseable es clasificado como delincuente. Foto EDH Pero el flujo migratorio no se puede frenar con medidas coercitivas. Mientras aquí haya pobreza, desempleo y perspectivas de futuro desalentadoras, millares de personas intentarán por todos los medios colarse en los países de la abundancia.

Para nuestro caso, Guatemala, El Salvador y Honduras aportan las cuotas más altas de emigrantes que emprenden la vía del exilio voluntario rumbo al moderno El Dorado, los Estados Unidos, en una odisea plagada de riesgos y sufrimientos. El Norte es la tierra de promisión. Intentarán filtrarse en ese mundo de los ricos, aunque las probabilidades de lograrlo sean bajas. Muchos desaparecen en la ruta, asesinados por bandas de delincuentes o muertos de sed en los ingratos desiertos del sur de la tierra de promisión.

Los “afortunados” que logran su propósito se encuentran de pronto en una cultura extraña que no los recibe con sonrisas. Sus rasgos raciales son un estigma permanente. El pobre manejo de la lengua local es un impedimento frustrante. Si tienen suerte, encontrarán un trabajo inseguro y mal pagado. La zozobra por el temor a ser descubiertos por la policía los acompaña día y noche.

Los inmigrantes, esos seres humanos sin patria, empujados por la necesidad material o por el terror de la violencia o por engaños crueles, viven desarraigados. El nuevo mundo en que han caído no los quiere, pero los necesita.

O los deporta al país de origen. Sigilosamente, a espaldas de los medios de comunicación, llegan a diario esos vuelos de la desesperanza. Rostros abatidos, pies encadenados, van entrando por la puerta trasera a la patria que no les puede ofrecer una alternativa digna.

Refugiados

Foto EDH Algunos están ayudando a compañías extranjeras, ofreciendo servicios de traducción, otros son graduados universitarios.

Hay personas analfabetas que apenas pueden hablar el idioma local.

Bastantes llegan directamente de los campos de refugiados donde han permanecido durante años y donde han nacido sus hijos. Ni siquiera conocen otro mundo que no sea el campamento, y difícilmente tienen experiencia previa de trabajo en un mundo competitivo.

Otros son de zonas rurales y terminaron en entornos urbanos.

Bastantes han sufrido experiencias de violencia y están traumatizados o deprimidos. A ellos les resulta difícil acostumbrarse a su nueva vida, y encontrar un trabajo les sigue resultando difícil.

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