Escapar, porque quedarse  es la peor decisión. Foto EDH Las guerras generan caos, vidas rotas, enemistades a muerte, miseria. Guatemala, El Salvador, Iraq, Afganistán, tantos países de Africa han vivido o están experimentando convulsiones sociales que provocan la fuga masiva de sus pobladores hacia tierras más seguras.

Luego están los países pobres, que no pueden alimentar su población ni ofrecerle perspectivas de vida decorosa. Si no hay trabajo aquí, hay que ponerse en marcha y tentar, con alto riesgo, otros horizontes. El hogar queda roto, a veces definitivamente. Si se tiene suerte, comienza el flujo providencial de las remesas condimentadas de nostalgia.


La violencia cotidiana, la de las maras, aterroriza a la población. Una misteriosa e insultante llamada telefónica exigiendo exorbitantes sumas de dinero bajo amenaza de muerte es el resorte para escapar a toda prisa hacia el norte. Que pudo haber sido también el secuestro. O el haber sido testigo casual de un crimen. Escapar, porque quedarse es la peor decisión. Y empezar de cero en un mundo extraño y suspicaz.

Se van los que quieren irse, aunque la razón profunda sea siempre la necesidad impelente. Pero hay otros que se van contra su voluntad. Casi siempre son mujeres, engañadas con contratos atractivos de trabajo y que luego quedan atrapadas en la esclavitud forzosa. Esclavas sexuales. O los niños raptados para el comercio rentable de órganos o de prostitución. O los trabajadores retenidos a la fuerza en campos de trabajo agrícola. O las empleadas domésticas que trabajan bajo la coacción de la denuncia a las autoridades de migración.

También están quienes huyen de la persecución religiosa o política o racial. Los refugiados, que en la mejor de su suerte son recibidos por estados sensibles a los derechos humanos. Pero que tendrán que sufrir, quizá para siempre, traumas y secuelas de la violencia recibida.

Pero la razón última que explica esta ola humana de sufrientes es la creciente fractura entre países ricos y países pobres. O entre ricos y pobres dentro de un mismo país. El reparto desigual de los recursos mundiales produce un puñado de personas nadando en la abundancia y una enorme masa humana que lucha desesperadamente por sobrevivir. O sea, la versión moderna del rico Epulón y del pobre Lázaro.

Si no hay trabajo aquí, hay que intentar otros horizontes. Foto EDH Si observamos más de cerca el sector de los migrantes forzosos, de los refugiados, de los prófugos y de las víctimas del tráfico de seres humanos, encontramos, desafortunadamente, muchos niños y adolescentes.

A este respecto, es imposible callar ante las imágenes desgarradoras de los grandes campos de prófugos y de refugiados, presentes en distintas partes del mundo.

¿Cómo no pensar que esos pequeños seres han llegado al mundo con las mismas legítimas esperanzas de felicidad que los otros?

¿Cómo no recordar que la infancia y la adolescencia son fases de fundamental importancia para el desarrollo del hombre y de la mujer, y requieren estabilidad, serenidad y seguridad?

Estos niños y adolescentes han tenido como única experiencia de vida los campos de permanencia obligatoria, donde se hallan segregados, lejos de los centros habitados y sin la posibilidad de ir normalmente a la escuela.

¿Cómo pueden mirar con confianza hacia su propio futuro?

Benedicto XVI
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