Los que desde hace más de cien años están combatiendo el matrimonio con la intención de hacerlo desaparecer por completo, sorpresivamente se han convertido en defensores entusiastas del ‘matrimonio’ homosexual. Y han alcanzado tal fuerza y han influido de tal manera en la opinión pública y en las leyes de algunos países, que han conseguido que muchos matrimonios normales se vean afectados por una especie de complejo de inferioridad.
Como si tuvieran que avergonzarse de ser matrimonios. Como si tuvieran que esconderse. Como si estuvieran haciendo algo malo y tuvieran que pedir disculpas. Como si tuvieran que pedir permiso para continuar existiendo.

Se han hecho tantas parodias ridiculizándolos. Se encuentran tan desprotegidos por las leyes. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a semejante inversión de valores? ¿En qué momento hemos dejado de ver lo obvio?

El matrimonio se ha convertido en uno de los ‘contratos’ más fáciles de rescindir. Lo cual indica que la estabilidad del matrimonio no se ve como un bien que haya que defender. Se considera, por el contrario, como una atadura que coarta la libertad y espontaneidad del amor. Para nada cuentan el dolor y el sufrimiento que se causan también a los hijos, cuando se procede con precipitación y se opta por la ruptura de la convivencia.

Las leyes de los países han venido formalizando desde siempre la relación estable entre un hombre y una mujer porque es el único sistema en el que pueden ser concebidos y criados adecuadamente los niños. La sociedad necesita que las parejas hombre-mujer duren unidos, lo suficiente para engendrar hijos y educarlos. Desde mucho tiempo atrás, los Estados instituyeron el matrimonio para asegurar un padre y una madre a los miembros de la siguiente generación, de forma que los hijos tengan las mejores oportunidades de llegar a convertirse en personas que hagan una contribución positiva a la sociedad.

No hay que confundir el matrimonio y la familia, con la amistad o con el encuentro sexual ocasional. Si repasamos la historia, veremos que jamás se ha ocurrido a nadie, en ninguna época, regular por ley ni la sexualidad ni la amistad. Cuando se han dictado leyes sobre la familia y el matrimonio (y todas las sociedades lo han hecho), regulan algo que va más allá del interés particular de los que se relacionan sexualmente: regulan algo que afecta al conjunto de la sociedad de forma relevante. Ese algo tan importante es la apertura a las nuevas vidas por parte de un hombre y una mujer comprometidos entre sí de forma permanente. A la sociedad, lo que le interesa es que haya sucesión generacional pues, en caso contrario, la sociedad misma no tendría futuro. Y por eso, cuando las parejas forman ese ambiente natural donde pueden surgir las nuevas vidas, el Derecho se acerca para proteger y regular esa realidad bajo el nombre de matrimonio y de familia.

El matrimonio tiene, como nadie, la capacidad de engendrar, criar y educar a los nuevos ciudadanos, gracias al cariño y a la estabilidad de la unión entre padre y madre, que le es propia. Por eso la familia es la célula básica de la sociedad, y por eso el matrimonio necesita un Código de Familia. Este mismo servicio no lo pueden brindar a la sociedad las parejas homosexuales. Es por eso que estas parejas no son matrimonio. Lo cual nada tiene que ver con prejuicios cristianos, sino con la biología y la naturaleza humana.
Al extender un certificado matrimonial, el Estado está diciendo a los contrayentes: “La sociedad cuenta con ustedes para fomentar un hogar, engendrar niños y educarlos bien: ¡Ánimo!”.

Foto por: Claudio Olivares El matrimonio de un hombre y una mujer hace una contribución única a la sociedad. Del matrimonio emanan las siguientes generaciones de ciudadanos, al proporcionar las mejores condiciones para engendrar, criar y educar a los hijos. Esta benemérita función social no la realizan otras relaciones o uniones entre personas en un sentido completo como lo hace el matrimonio.

El matrimonio heterosexual es el único lugar digno para la procreación humana. Por eso es equivocado e injusto equipararlo con otro tipo de uniones.

El pueblo de Dios se siente perplejo ante la falta de reconocimiento, por parte del mundo jurídico, de la diferencia que hay entre asumir o no asumir públicamente, mediante el casamiento, las responsabilidades conyugales y familiares, sobre las que se asienta la base de la sociedad. Falta de reconocimiento que nos hace sospechar de la existencia de una conspiración de silencio sobre el honor social y jurídico que merece fundar una familia casándose. Conspiración contra una institución estratégica y benemérita.

Algunos piensan que el lobby gay quiere usufructuar el honor y el prestigio que sigue teniendo el matrimonio, a pesar de todo. Porque matrimonio significa patria potestad, adopción, derechos sociales, derechos de viudez, derecho de alimentos, sucesión, herencias, seguridad social, exención de impuestos, etc., según los diversos países.

Pero recordemos que estos derechos de la familia han sido ganados a través de los siglos, debido a los servicios imprescindibles y únicos que el matrimonio brinda a la sociedad. En particular, lo repetimos, por la capacidad de engendrar y educar como nadie, a los nuevos ciudadanos, gracias a la estabilidad de la unión entre padre y madre, que le es propia.

Por eso el matrimonio necesita un Código de Familia y la protección del Estado. Por eso ha sido, es y seguirá siendo, la célula básica de la sociedad. Una institución esencial para el bien común.

En vez de complejo de inferioridad, los matrimonios católicos deben sentirse orgullosos por la conciencia de la superioridad y el servicio al bien común de la sociedad. Deben ser valientes para, en forma organizada, exigir respeto y justicia a los gobiernos.

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