DSC0126 Durante la Cuaresma, son numerosas las parroquias que organizan liturgias penitenciales para facilitar a los miembros de su comunidad el acceso al sacramento de la penitencia. ¿Pero cómo solemos preparar la confesión? Con frecuencia se utilizan para el examen de conciencia esquemas que enfatizan la dimensión individual de la moral, descuidando la social. 

Hay que reconocer que, en su evolución histórica, la Iglesia fue dando lugar a un catolicismo de corte prevalentemente individualista, en detrimento de su dimensión social. Hoy en día, gracias a las reflexiones teológicas que desembocaron en el Concilio Vaticano II, y a las que han seguido posteriormente como efecto de ese magno evento, la perspectiva comunitaria se ha vuelto a poner de relieve. No podía dejar de ser así en el ámbito moral. Muestra de ello son los conceptos de “pecado social” o “estructuras de pecado” o “pecado estructural”. Así, el pontífice recientemente proclamado santo, Juan Pablo II, en su exhortación apostólica “Reconciliación y Penitencia” (n. 16), admite tales conceptos, delineando su alcance y significado. 

Mientras subraya que todo pecado es individual y conlleva una responsabilidad personal, señala también que las faltas cometidas tienen una repercusión, en mayor o menor grado, sobre nuestros semejantes. Pero, además, merecen el nombre de “pecados sociales” aquellos que son cometidos directamente contra la integridad y dignidad del prójimo. Más aún, como producto de las malas acciones de los seres humanos, se van creando en la sociedad verdaderas “situaciones de pecado”, que son muy difíciles de romper y que son expresión del “misterio de iniquidad” que agobia a la humanidad como fruto de su alejamiento de Dios y del incumplimiento de su ley. Resultan así “situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina.” (Catecismo de la Iglesia, n. 1869) 

 

La doctrina social de la Iglesia no ha dejado de aludir a tales situaciones de pecado, como las grandes desigualdades económicas, la explotación del obrero, el trabajo mal retribuido, la dominación de unos países sobre otros, los conflictos bélicos, la carrera armamentista, los abusos de poder, etc. En esa misma línea, los papas, en sus diversos mensajes, han ido denunciando graves males sociales, muchas veces amparados, ya sea de hecho o incluso legalmente, por entidades sociales o estatales, tales como el aborto, la trata de personas, la especulación financiera, la economía de exclusión, el comercio de armas, el narcotráfico, el maltrato hacia los migrantes, etc. 

 

En nuestro medio centroamericano se dan muchos de estos males, los constatamos a nuestro alrededor, quizá incluso los lamentamos, pero tal vez nuestra conciencia no nos reclama nada, porque no nos sentimos responsables de ello. El papa Francisco, en su mensaje con motivo de la Cuaresma, nos hace un llamado a superar la mala actitud de la indiferencia, que tristemente nos lleva a dar la espalda y desentendernos de los graves problemas sociales. El mencionado Juan Pablo II, en la Exhortación aludida, denuncia la culpa de quien “pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia”. 

 

¿Hasta qué punto no es un pecado de omisión nuestra falta de reacción ante los problemas de la corrupción generalizada en las instituciones, de la impunidad, de las “maras”, de la extorsión, de la penetración del narcotráfico, de la grave desigualdad económica, de la exclusión de los más pobres? ¿Posible que, como ciudadanos responsables y como miembros de la iglesia, no podamos hacer nada y nos quedemos de brazos cruzados? ¿No será que nos gana el miedo, la indiferencia o tal vez un cristianismo de mentalidad individualista? Lo peor de todo es que los “pecados sociales” se presentan como entidades anónimas, demasiado complejas, males enquistados en estructuras perversas, sobre los que parece no tenemos ningún dominio ni posibilidad alguna de intervenir. La impotencia, la resignación, la justificación que se escuda en culpar a otros, son con frecuencia la reacción de los “buenos”. 

¿Qué podemos hacer para no quedarnos en una pasiva indiferencia? Una primera cosa será sensibilizarnos ante los males sociales y suscitar sensibilidad en nuestros ambientes: la familia, la escuela, el lugar de trabajo, la comunidad parroquial… Pero además, quien es empresario, quien ejerce algún cargo público, quien pertenece a alguna agrupación política, social, económica, quien desempeña una labor de tipo social… que se comprometa a poner en práctica los principios de la doctrina social de la Iglesia. 

 

Y, como iglesia, tener en cuenta en nuestras liturgias penitenciales el “pecado social”.  Algunas lecturas bíblicas de Cuaresma nos recuerdan la necesidad de conversión en la dimensión comunitaria. 

 

Así, el profeta Isaías pone en boca de Dios: “Lávense y purifíquense… Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, auxilien al oprimido, defiendan los derechos del huérfano y la causa de la viuda.” (Is 1,16-17) Y el profeta Daniel presta voz a todo el pueblo que se reconoce culpable: “Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidades, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. 

 

No hemos hecho caso a los profetas, tus siervos, que hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo.” (Dn 9,5-6) Un bello ejemplo nos lo dio san Juan Pablo II, al reconocer, al final del milenio, graves faltas históricas de la Iglesia y pedir perdón por ello a Dios y a la humanidad.       

 

Busquemos la conversión personal, pero no dejemos de lado la dimensión social de la penitencia. 

 

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