p1 Dice la Palabra de Dios que la vida del hombre puede llegar a los setenta años y, si es robusto, hasta los ochenta. En cuanto a mí, casi contemporáneamente he logrado dos marcas: los ochenta de edad y los cincuenta de sacerdocio. Debo reconocer que ni yo sé cómo lo he logrado. No he sido un roble macizo. Más bien, me comparo a una palmera que ha sorteado huracanes y tornados desde muchacho: enfermedades y operaciones tantas que perdí la cuenta.Aquí estoy contando el cuento hasta que Dios diga.

 

Huérfano de madre a los seis años. La bondad de Dios me llamó a los trece años al seminario menor de San José, Costa Rica. Me encantó tanto esa vida de estudio, oración y futbol que ya a los quince pude volar a El Salvador para continuar mis estudios en la colina de Ayagualo; era el 1948. Allí transcurrí varios años en un ambiente de austeridad y pobreza, pero agradable para quien tiene un ideal por delante.

Concluí mi noviciado en el año 1952 con grandes ilusiones, que pronto se estrellaron con un año de enclaustramiento debido a una penosa enfermedad. Esta prueba me permitió experimentar las caricias del Señor, ya que recibí las atenciones de dos personas que no olvido: el inspector, P. Ignacio Minervini y el salesiano costarricense don Benedicto Zumbado.

 

Pasado ese huracán, continué mis estudios en El Salvador y Guatemala, logrando culminar mi sacerdocio en el 1964. Mi lema sacerdotal “Que su puesto lo ocupe otro (Hechos 1,20) ha marcado estos cincuenta años. Nunca me he considerado un titular, sino un suplente, listo para ingresar a la cancha cuando fuese necesario, pero tratando de jugar limpio y bien.

 

Como un Quijote he recorrido Centro América de Guatemala hasta Panamá cumpliendo mi misión en colegios, oratorios e iglesias al servicio de los jóvenes como corresponde a nuestro carisma salesiano. Así espero continuar con la bendición de Dios y la protección de María Auxiliadora. Gracias a ellos, estoy en las filas de Don Bosco.

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