Nino Mussio Los oratorios ya existían, también en Turín, Allí Don Juan Cocchi, sacerdote dinámico y emprendedor, había fundado el llamado del Ángel Custodio, en el barrio de Vanchiglia.

En Milán había una tradición oratoriana, que el mismo Don Bosco querrá conocer y estudiar.

En Venecia existían las escuelas de caridad, masculinas y femeninas, de los hermanos Canavis. Don Luis Pavoni en Brescia ofrece instrucción a los jóvenes “más pobres, rudos, olvidados y despreciados”. Lo mismo hace para las chicas pobres y abandonadas María Josefa Rossello, futura santa, en Albisola junto a Savona, con sus Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia.

Así pues, Don Bosco no inventa nada, ni siquiera la escuela de catecismo, porque en la iglesia de San Francisco de Asís, Don Cafasso ha dado ya, en días festivos, cursos de doctrina a jóvenes albañiles.

La novedad es él: el joven sacerdote que muestra a aquellos muchachos un rostro de la iglesia distinto a aquel huraño y ceñudo del tiempo. Por eso acuden a Don Bosco siempre en mayor número. Veinte, cincuenta, cien, doscientos, en muy poco tiempo.

¿Qué los atrae? Por el momento, la fiesta. Están habituados a trabajar siempre, con horarios extenuantes, seis días sobre siete, sin respeto, sin derechos, sin esperanza de redención. El domingo es solo una pausa de soledad, desolación, vagabundeo.

Don Bosco llena la jornada con misa y catecismo: que con él no son prácticas aburridas, porque el sermón o la lección son conversación, dialogo, representación. Emplea palabras sencillas y los chicos entienden. Se divierten, incluso, al descubrir un cristianismo amistoso y alegre. Después se come en común con la comida que ha logrado obtener, y finalmente se hace fiesta, sin prohibiciones, excepto hacerse daño. Con derecho al estruendo, severamente prohibido en otros lugares en nombre del respeto a la tranquilidad de los ciudadanos. Por si no bastaran los gritos, Don Bosco les procura instrumentos musicales, suscitando alguna protesta.

Nace además una escuela de música: los muchachos aprenden composiciones escritas por él y las cantan también en las iglesias de Turín. Hay también excursiones con merienda en los bosques de fuera de la ciudad, momentos de alegría absoluta. Vuelven todos alterados por los juegos y las carreras, por los gritos y los cantos, prestos a retomar su puesto el lunes, con la esperanza de que llegue pronto el domingo.

Don Bosco no les deja solos ni siquiera los días ordinarios. Va a encontrarlos en su puesto de trabajo, taller u obra que sea. Se interesa, habla con los patronos y los jefes, pide y da información. Los chicos se sienten por fin importantes, no son ya mano de obra, números, poco más que modernos esclavos; ese cura los conoce uno a uno, los llama por su nombre, como el padre o la madre que con frecuencia no tienen, o por los que han sido abandonados. He aquí por qué van con Don Bosco y por que le llevan siempre compañeros nuevos. El les facilita también ropa digna, para que no tengan que ir por ahí el domingo vistiendo harapos. Hay quien lo busca incluso por la tarde, tras el trabajo: alguno le pide aprender a leer y escribir, y él inmediatamente se inventa una escuela nocturna.

Tomado de: Don Bosco. Una historia siempre actual. Escrita por Domigo Agasso

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