Por luis alberto sanchez terrones Nuestros indígenas mayas acostumbraban ofrecer incienso a los espíritus buenos para que les concedieran abundante cosecha. También ofrecían incienso a los espíritus malos para no tenerlos como enemigos.

En el fondo, no amaban ni a los espíritus buenos ni a los malos. Procuraban tener buena relación con sus dioses por interés, por miedo, pero no por verdadero amor.

El gran peligro con respecto a la religión es que llegue a ser una religión de temor. De miedo a Dios. Se le reza, se realizan prácticas piadosas para obtener favores y para evitar calamidades o castigos. Esta religión de temor abunda. Muchos, en el fondo de su subconsciencia, no aman a Dios. Le tienen miedo. De este miedo se origina una religión legalista: cumplo al pie de la letra todo lo que me vaya bien y para que no me suceda nada malo. La religión del “cumplimiento”: cumplo y miento. Cumplo con Dios, pero, al mismo tiempo, le miento. Le digo que lo amo, pero no es cierto. Lo que busco son sus favores. Lo que temo es su castigo.

El “don de Temor de Dios” no significa “miedo a Dios”. Nunca la biblia inculca el miedo a Dios. Por medio del don de temor de Dios, el Espíritu Santo nos lleva a experimentar a Dios como un padre bondadoso. De ninguna manera le tenemos miedo, sino un amor tan grande que “tememos” hacer cualquier cosa que le desagrade. No porque temamos a su ira, sino porque buscamos evitar ofender hasta en lo más mínimo.

El “don de Temor de Dios” no lleva a un “temor servil”, el del esclavo que trabaja duramente y se doblega ante su amo; no porque lo ame, sino porque teme al látigo de su señor. El “amor filial”, en cambio, lleva al cristiano a evitar todo pecado porque ama a Dios padre y no quiere causar ningún disgusto.

Los inicios
Después que el pueblo de Dios recibió los mandamientos en el Sinaí, entre relámpagos y truenos, el pueblo le tuvo miedo a Dios, No quisieron que Dios les hablara: tenían miedo de morir. Por eso le dijeron a Moisés que mejor hablara solo él con Dios (Ex. 20, 19).

Esta escena bíblica evidencia que el pueblo, al principio, le tenía miedo a Dios. Fue un largo proceso de revelación por el que Dios se fue dando a conocer como un padre bondadoso que tenía un proyecto de amor para su pueblo.

Moisés comenzó teniéndole miedo a Dios, que le hablaba a través de una zarza ardiente en el desierto. Se postró con mucho temor ante él. Era lógico que así fuera en ese momento. Con el tiempo, Moisés fue experimentando la bondad de Dios y llegó a hablar con él “cara a cara, como se habla con un amigo’’ (Ex. 33,11).

Nuestro proceso hacia Dios, padre bueno, sigue los mismos pasos del pueblo de Israel y de Moisés. Comenzamos con cierto temor que todavía no se puede llamar amor filial. El Espíritu Santo nos va llevando a despojarnos de todo miedo a Dios como padre bueno que nos ama y que solamente quiere lo mejor para nosotros.

Sin la revelación de Jesús, nunca hubiéramos podido llegar a conocer a Dios como un padre personal. En el antiguo testamento, Israel llegó a conocer a Dios como padre del pueblo. Pero la revelación más explícita de Dios como padre de cada uno es la gran revelación del Nuevo Testamento: la esencia del Cristianismo.

¿Castiga Dios?
Con frecuencia se oye decir; “Dios no castiga”. Muchos hablan de la misericordia de Dios, pero tienen miedo de hablar del castigo de Dios. ¿Será cierto que Dios no castiga? La revelación de Dios, en la biblia, señala claramente que Dios sí castiga.
La carta a los Hebreos apunta: “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desalientes cuando él te reprenda; porque el Señor corrige a quien ama y castiga a quien recibe como hijo” (Hb 12, 5-6). El castigo al que se refiere aquí no es el castigo del verdugo que se desquita con odio y saña con su víctima. El castigo de Dios es un “castigo paternal”. Es el padre que se ve obligado a imponer disciplina a su hijo porque lo ama: porque no quiere que vaya a la perdición.

Todos hemos recibido castigos de nuestros padres. No les conservamos rencor porque ahora comprendemos que lo hacían por nuestro bien. Nuestros padres no querían destruirnos sino salvarnos. La misma carta a los Hebreos explica el motivo de la disciplina cuando anota: “Es cierto que toda corrección en el momento en que se recibe es más un motivo de pena que de alegría; pero después produce frutos de paz y salvación a los que han sufrido” (Hb 12,11). Dios nos ama. Cuando se ve precisado a disciplinarnos lo hace, no como un verdugo, sino como un padre amoroso.

Un soneto clásico expresó muy bien en qué consiste el temor de Dios. El poeta comienza afirmando:

No me mueve, mi Dios,
para quererte
el Cielo que me tienes
prometido
ni me mueve el infierno
tan temido
para dejar por eso
de ofenderte.

El amor filial del hijo hacia su padre, no actúa por miedo o por interés. Actúa por amor. El soneto clásico expone el móvil del obrar cristiano, cuando anota:

Tu me mueves, Señor,
muéveme el verte
clavado en un cruz
y escarnecido.
Amamos a Dios porque él nos amó primero; murió en la cruz para que nosotros pudiéramos ser salvados del pecado, de la muerte eterna.




Compartir