meditacion3 Aaron Cabrera Alguien escribió que en la actualidad el número de úlceras estomacales está en proporción directa al número de llaves que se llevan en la cintura o al número de teléfonos sobre el escritorio.


No cabe duda que vivimos en una época de múltiples tensiones: la técnica, las máquinas, el ruido, la propaganda son los monstruos que nos están devorando a diario. Pero este no es el camino de la sabiduría que nos enseñó el Señor.

El dijo: «No se turbe el corazón de ustedes». (Jn 14,1). Cuando pronunció estas palabras fue momentos antes de que comenzara su pasión, cuando los apóstoles estaban por ser zarandeados por el “escándalo de la cruz”. Los apóstoles se “turbaron” y cometieron una serie de errores de todos conocidos. Para ellos hubo “crisis de fe”: quedó el Maestro bueno, pero desapareció, momentáneamente, el Mesías. Después de la resurrección, cuando el Espíritu de Dios invadió los corazones de los apóstoles, todo cambió. Ya no dudaron más. En ellos hubo una conversión radical. En el libro de los Hechos, se nos narra que, después de haber sido martirizados, salían gozosos de los tribunales porque habían sido dignos de sufrir por el Señor.

Jesús les había enseñado la calma, la serenidad. Un día, les dijo que debían rezar: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. No el pan de mañana ni el pan del mes entrante. Nosotros no nos contentamos con el pan de hoy; andamos angustiados porque tenemos miedo de que nos falte el pan de mañana. También el Señor les “ordenó “ a sus discípulos : «No se preocupen del mañana; cada día tiene su propio afán». (Mt. 6,34).

Nosotros, sin saber si viviremos el día de mañana, ya estamos presionados por los afanes del futuro que nos van royendo los nervios. Y por eso somos hombres llenos de temores y ansiedades. La raíz de nuestros males está en que nos falta la fe. Esa fe del que está plenamente convencido de que existe un Padre en el cielo que tiene un plan para cada uno de nosotros. Un plan ininteligible, indescifrable, que es producto del amor de Dios Padre que siempre quiere lo mejor para cada uno de nosotros.

El existencialismo cristiano consiste en vivir el momento presente sin olvidar las palabras del Señor: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Hay que darle a cada día su afán con la seguridad que el Señor no nos va a fallar. Pero entre nosotros abunda la miopía espiritual de los viajeros de Emaús que caminaron muchos kilómetros a la par del Maestro sin reconocerlo, y angustiados porque lo habían perdido.

Otro de nuestros males es que nos parecemos a las hormigas que perdieron el sendero de sus compañeras. En un principio se las veía avanzar despacio y con seguridad. Al perderse, se tornaron “alocadas”. Parecemos hormigas enloquecidas.

Vamos de un lado para otro en un desconcierto infinito. Es porque en el momento que vivimos, de violencias, inseguridades y frustraciones, buscamos algo a qué aferrarnos, algo que nos dé seguridad para vivir en este mundo lleno de enigmas. A nuestro alrededor, todos nos prometen seguridad: la ciencia por un lado nos llega a ilusionar como poseedora de la felicidad; los maestros de espiritualidad pululan y ofrecen servirnos en bandeja de plata el secreto de la dicha; la técnica nos ofrece resolvernos al instante nuestros problemas básicos. En fin de cuentas, todos prometen y, a la hora de la verdad, nos sentimos vacíos. Jesucristo, con todo aplomo, un día aseguró: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». (Jn 14,6). Los que se han atrevido a seguirlo con radicalidad afirman que tiene toda la razón. Que nunca les ha fallado. Es interesante cotejar cómo el Señor, antes de que los apóstoles sufrieran el escándalo de la pasión, “ordenó”: «No se turbe su corazón», y el primer saludo que les da, en su primera aparición de resucitado, es: «La paz esté con ustedes». Ambas expresiones concuerdan en una sola cosa: el Señor quiere la paz de nuestro espíritu. Por eso vino a darnos seguridad absoluta si creemos que Él es el Camino, que nos lleva a la Verdad y nos da la Vida eterna, cuando lo aceptamos como nuestro Salvador y Señor.

Es lamentable que muchos, como el apóstol Tomás, se resistan a creer, que pretendan meter su mano en el costado de Jesús, que no acepten no poder descifrar el lenguaje ininteligible de Dios. Pero un día también ellos, como el incrédulo apóstol, caerán de rodillas exclamando: «Señor mío y Dios mío» ( Jn 20,28). Sólo entonces ya no pedirán el pan del mes entrante, y sabrán vivir su existencialismo cristiano, el hoy de cada día, con la seguridad de que, las 24 horas del día, el Señor, como un exacto reloj suizo, no falla ni un segundo en su vigilia de amor por nosotros. «No se turbe el corazón de ustedes». «La paz esté con ustedes». Si tuviéramos más fe en su Palabra, los gastroenterólogos y los siquiatras se declararían en quiebra.


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