Tormenta Fue Santiago el que advirtió: “La fe sin obras es muerta” (St 2,20). La fe madura debe evidenciarse por las obras de fe, sobre todo por el amor. El mismo Santiago pone un ejemplo. Un pobre llega a una comunidad: todos, aparentemente, lo reciben con bondad. Le dicen que se abrigue, que le vaya bien, que coma, pero nadie le da nada. Santiago concluye diciendo: “La fe sin obras es muerta” (St 2,20).


Por otra parte, Jesús afirma: “Los que tengan fe harán lo mismo que yo y aún cosas mayores” (Jn 14,12). Después de la ascensión, los discípulos salieron a evangelizar con el poder del Espíritu Santo. El texto bíblico hace constar que el Señor respaldaba su evangelización con muchos milagros (Mc 16,20). Se cumplió la promesa del Señor para los discípulos que con mucha fe ponían en práctica el mandato de evangelizar. Lo mismo puede afirmarse de los grandes santos de nuestra Iglesia. Actuaron con fe, y los milagros abundaron en su vida. Cuando una Iglesia tiene fe auténtica, se evidencian los milagros del Señor. Es una iglesia eminentemente carismática.

Cuando los apóstoles le preguntaron al Señor el motivo de su fracaso ante el joven epiléptico, que no habían logrado curar con oraciones y gestos, el Señor les respondió categóricamente: “Porque tienen poca fe” (Mt 17.20). La contraparte de todo esto es que cuando hay fe, abundan los milagros del Señor. La iglesia, que fundó Jesús, como se aprecia en el libro de Hechos, es una iglesia eminentemente carismática, en la que sobresalen los milagros que el Señor hace por medio de los apóstoles y discípulos que tienen fe.

Jesús fue a predicar a su pueblo de Nazaret; dice el evangelista que allí Jesús “no pudo hacer milagros” (Mc 6,5). Es impactante este “no pudo”. Jesús fue bloqueado por la falta de fe de los de su mismo pueblo. El libro de Hechos expone también el caso de los hijos de un tal Esceva, que vieron que Pablo con la invocación del nombre del Señor, expulsaba poderosamente los demonios. Ellos creyeron que únicamente se trataba de una fórmula mágica. También ellos intentaron exorcizar en nombre de Jesús. El mal espíritu se les lanzó encima y tuvieron que salir huyendo medio desnudos (Hch 19,14-169). A los hijos de Esceva les faltó fe y tuvieron el enorme fracaso al intentar exorcizar los malos espíritus.

El Señor también nos puso sobre aviso acerca de algunos falsos carismáticos, que, al fin del mundo, se presentarán al Señor diciéndole que ellos en su nombre han profetizado y han hecho milagros. El Señor anticipó que les dirá: “No los conozco; apártense de mí obradores de iniquidad” (Mt 7,23). Estos individuos carecían de fe; tenían cualidades maravillosas; pero carecían de fe. Por eso el Señor no los reconoce como sus discípulos. Bien dice la Carta a los Hebreos: “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb11,6).

La fe auténtica tiene que manifestarse con obras de fe. Sobre todo con amor. Si falta el amor, falta también la fe verdadera. Puede haber cualidades excepcionales; pero si falta la fe, falta lo esencia: la comunión con Dios.


Dice san Pedro: “La fe tiene que ser probada” (1Ped 1,7). Pedro pone una comparación. Así como el oro es puesto en el crisol a altas temperaturas para que suelte la escoria, así la fe tiene que ser puesta en el crisol de la prueba para que se evidencie si es verdadera fe o apariencia de fe. A sus apóstoles, el Señor les ponía pruebas de fe. Un día, cuando se habían alejado de los poblados, el Señor les pregunta a los apóstoles qué se puede hacer para darles de comer a todos aquellos que lo seguían: unos cinco hombres, sin contar las mujeres y los niños. San Juan expresamente dice que el Señor les estaba poniendo una prueba. Inmediatamente, Felipe hizo un cálculo matemático y concluyó diciendo que eso era imposible: ni con doscientos denarios – una gran cantidad – se lograría solucionar el problema. Con su mente matemática, Felipe aseguró que no se podía hacer nada. El apóstol Andrés (Jn 6,8), por el contario, se metió entre la gente y encontró a un joven que ofrecía una canastita con cinco panes y dos pescados. Se los presentó a Jesús diciéndole que era lo único que había podido conseguir. A Jesús le gustó el gesto de Andrés, que no cerró el camino de solución al problema. Con cinco panes y dos pescados el Señor obró el milagro de la multiplicación de los panes. Alcanzó para todos y recogieron doce canastos con lo que sobró. Felipe perdió el examen de fe. Andrés nos enseñó a hacer lo que se pueda y ponerlo en las manos de Jesús para que sea Él quien obre el milagro.

Durante una tormenta en el mar, los apóstoles, que viajaban con Jesús en la misma barca, ante una terrible tempestad, perdieron el control por el miedo, aunque eran pescadores profesionales. En lo primero que pensaron fue en acudir a los remos, a las velas, a los cables a los recursos de emergencia. Por último acudieron a Jesús, que estaba durmiendo. Según Marcos, lo despertaron, de mala manera, diciéndole: “Maestro, no te das cuenta de que vamos a perecer” (Mc 4,38). Primero, no lo llamaron Señor, sino Maestro. Segundo, regañaron a su Señor. Ahora, nosotros nos preguntamos: ¿Podía dormir Jesús en aquella barca en la que entraba el agua por todos lados? ¿No era, más bien, que el Señor se hacía el dormido para ponerlos a prueba? Lo cierto es que cuando el Señor con una palabra calmó la tempestad, les preguntó “Hombres de poca fe ¿por qué dudaron? (Mt 8,26). Les faltó la fe. ¡Llevaban la Vida en la barca, y pensaban en la muerte!

El alumno haragán, para no tener que estudiar, se dice a sí mismo que ya sabe la lección. Es el examen el que va a definir si, de veras, ha estudiado y está preparado. Con facilidad, en tiempo de bonanza, nos podemos autoengañar, creyendo que tenemos fe. Las pruebas que el Señor permite, sirven de examen para ver si nuestra fe es débil o fuerte. Solo cuando estamos en el crisol de la prueba podemos saber si nuestra fe es auténtica.

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