Hans Hansen La cruz no se puede llevar en solitaria. Hasta Jesús necesitó de un Cirineo. Nadie puede creerse tan autosuficiente como para llevar solo la cruz. Nuestra cruz sólo la podemos cargar acompañados de Jesús. Es él quien nos va abriendo camino y nos hace de Cirineo cuando ya no aguantamos. Sin Jesús a nuestro lado, seríamos como los filósofos estoicos que se habían convertido en “levantadores” de pesas espirituales, en exhibicionistas del sufrimiento.



Jesús no sólo nos convida a acompañarlo a llevar la cruz; también nos enseña cómo debe llevarse para que sirva para nuestro bien y no para nuestra derrota.

La cruz también hay que llevarla junto a los demás. La cruz para Jesús tuvo sentido redentor. Jesús llevó su cruz para que otros pudieran ser “rescatados”. Para nosotros la cruz también debe tener un sentido de rescate. Uno de los que mejor expresó este concepto fue San Pablo. El Apóstol escribió: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Iglesia” (Col 1, 24). Pablo estaba seguro de que sus sufrimientos servían para formar parte del tesoro del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia.

Cuando Pablo estaba en la prisión de Roma, escribió a los filipenses asegurándoles que estaba satisfecho en la cárcel, pues había venido para que muchos perdieran el miedo de dar testimonio del Señor. Además, había logrado llevar el Evangelio a muchas personas importantes del gobierno romano con las cuales le había tocado relacionarse con motivo de su prisión. Pablo aseguraba a los filipenses que el seguir con vida o morir lo tenía sin cuidado. Si seguía viviendo, continuaría llevando el Evangelio. Si moría, tendría una “ganancia”, pues se uniría para siempre con el Señor. Por así decirlo, Pablo le había sabido “sacar jugo” a su cruz. Por eso decía: “Me glorío en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14).

Hay que mirar hacia el vecino
Cuando los niños se caen, comienzan a llorar y, a toda costa, quieren que todos se enteren del raspón que se hicieron. Con nuestro dolor, somos como los niños; queremos exhibirlo en todas partes. Queremos que nos condecoren como grandes sufrientes. Otra de nuestras manías es la de ir a buscar a alguien con quién desahogarnos. Nuestra actitud de cristianos maduros debería llevarnos a buscar inmediatamente al Señor; contarle nuestra pena. Jesús se nos mostraría en la cruz, vilipendiado, escupido, solitario, cubierto de llagas. Se nos quitarían, entonces, las ganas de andar pregonando nuestro dolor. Los grandes santos -con sus enormes cruces- fueron muy recatados en lo que respecta a su sufrimiento. Optaron por el silencio. Es porque antes habían hablado con Jesús y ya no necesitaban hablar con los hombres acerca de sus cruces.

Cuando nos invade la urgencia de ponernos a llorar en público, nos haría bien visitar algún hospital, algún manicomio, algún orfanato. Nuestra calentura, digna de una aspirina, no se puede comparar con el cáncer que está carcomiendo aquel enfermo que, en silencio, está en su lecho de dolor. Si abriéramos un poco más nuestra ventana, podríamos observar al mendigo que está escarbando en el bote de la basura para encontrar, con ilusión, lo que otros desechan. Veríamos a la familia de la vecindad que ese día no tiene nada para comer. ¡Y nosotros que nos quejamos porque carecemos de cosas superfluas! ¿Qué tal si al vecino se le ocurriera proponernos intercambio de cruces?

¿Cruces a la medida?
Una condición indispensable para poder llamarse discípulos de Jesús es “tomar” la propia cruz. Las más de las veces, “aguantamos” nuestra cruz, porque no queda otro remedio; porque hay que continuar avanzando. Jesús no invitó a “aguantar” la cruz, sino a “tomarla”. Todo a nuestro alrededor nos convida a no “tomar” la cruz, a rehuirla. La mentalidad del mundo es circundarnos de toda clase de placeres: buscarlos a cualquier precio. Jesús nos anticipa que, antes de poder tomar la cruz, hay que “negarse a sí mismo”. Negarse a sí mismo equivale a decirnos no a nosotros para poder decirle sí al Señor en lo que nos pide. Ante nosotros se abren dos caminos: uno ancho y placentero; el otro, angosto y difícil de transitar. Jesús anticipó que el camino ancho lleva a la perdición, y que el estrecho lleva a la salvación (cfr. Mt 7, 13-14).

No es fácil escoger ante esa alternativa. Por lo general, nos inclinamos a ir por el camino del mundo: por el camino del confort refinado, del egoísmo, de la ley del menor esfuerzo. Cuando obramos así, estamos diciendo no al Señor. Estamos “aguantando” la cruz. La llevamos porque no podemos arrancarla de nuestros hombros. El que voluntariamente ha “tomado” la cruz, no la lleva a rastras, sino que ha hecho la opción de compartir con Jesús la cruz de la justicia, de la verdad, de la limpieza de vida. Ha “tomado” su cruz el que se ha decidido a ir por la “puerta estrecha”, porque es la única que lleva a la salvación.

Todos sufrimos. Todos cargamos con una cruz. Sólo unos pocos la han “tomado” voluntariamente. Sólo ellos se pueden llamar verdaderamente discípulos del Señor. La cruz que el Señor nos ofrece es la que “podemos” llevar; él conoce muy bien nuestra capacidad de aguante y, por eso mismo, nos convida a llevar nuestra cruz, la que él nos escoge. Bien decía el poeta Arévalo Martínez: “Es que sus manos sedeñas hacen las cuentas cabales, y no mandan grandes males para las almas pequeñas”. La cruz “no hecha a nuestra medida” es la que Jesús nos convida a llevar en su compañía.

Las cruces se ven en todos lados. De todos los tipos, de todos los colores y tallas. Mucho sentimentalismo se amontona alrededor de la cruz. Mucho aparato. Cruces bellísimas, bien labradas, con adornos dorados; soldados romanos alrededor de la cruz: muy educados, muy limpios. Jesús cubierto con una sábana olorosa. Jesús bien afeitado. Todo lo contrario del viernes santo. La cruz de las procesiones no da miedo tomarla. Es una cruz agradable. La cruz de Jesús es la terrible cruz que doblega, que hace tropezar y caer varias veces. Esa cruz es la que la que le infundió pavor a Jesús; sudando sangre, le pidió al Padre que lo librara de ella; pero el cáliz que Dios le presentaba tuvo que beberlo todo entero.

Jesús nos invita a preguntarnos si estamos “aguantando” nuestra cruz, o si ya nos decidimos a “tomarla”. Jesús dice claramente: “Si el grano de trigo no muere, no puede producir fruto”. La cruz “tomada” nos ayuda para que muera definitivamente nuestro hombre carnal, que nos impide ir por el camino de Jesús. La cruz bien llevada nos convierte en Cirineos: nos santifica. La cruz de Jesús -la verdadera, no la de juguete- es el test que se nos presenta para saber si, de veras, nos podemos llamar discípulos del Señor.

 

 

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