Foto por: Nassom Acevedo Una imagen deformada de Dios nos impide sentirnos “hijos de Dios “. Toda relación con Dios tiene su raíz en nuestra autoimagen delante de él.

Una imagen de un Dios justiciero, alejado, al que se le tiene miedo, no nos lleva a sentirnos hijos amados de Dios, sino siervos que tienen una obligación que cumplir ante Dios, nada más.
La carta a los Romanos afirma que es el Espíritu Santo dentro de nosotros el que nos hace exclamar : “Abba, Padre”. Es el Espíritu Santo el que nos ayuda a encontrarnos con un Dios Padre, a sentirnos hijos amados. A no sentirnos “esclavos “ de Dios, sino hijos. El esclavo le tiene miedo a su amo. Lo sirve, no por amor, sino por temor.

Al iniciar nuestra oración, es importante, por eso, suplicarle al Espíritu Santo que nos ayude a decir: “Abba, Padre”, a sentirnos hijos amados. El hijo tiene la ilusión de oír la voz de su papá: la necesita, se siente triste si no la escucha.

Para poder escuchar la voz de Dios, primero, debemos sentirnos hijos de Dios. Hijos amados. Debemos tener la necesidad y la urgencia de oír lo que nuestro Padre nos quiere comunicar. El que le debe al panadero no quiere encontrarse con él. El que debe muchos meses de la renta de su casa, anda huyendo del dueño de la casa. El pecado en el corazón nos impide oír a Dios.

Primero, porque no queremos encontrarnos con él. Le tenemos miedo. Nos estorba. En segundo lugar, Dios no tiene revelaciones especiales que hacer al que le ha cerrado su corazón con el pecado. El profeta Isaías presenta a Dios volteando su rostro para no ver al que ha pecado. Dios dice que su respuesta para el que ha pecado será el silencio (Is 59).

Vivir en pecado es colocarse en posición de no poder escuchar la voz de Dios. El corazón del pecador es como el terreno de piedra del que habla la parábola del sembrador: allí no puede ingresar la semilla de la Palabra. El que está en pecado no tiene ganas de hablar con Dios. No quiere encontrarse con él.

Dios no tiene revelaciones especiales para el que está en pecado. Lo único que hace es tocar con fuerza a la puerta de su corazón para que se abra a la salvación y no continúe en el camino de la perdición. “Estoy a la puerta y llamo -dice el Señor; si alguno oye y abre, entraré y cenaremos juntos “. (Apoc 3,20).

Primer paso para poder escuchar la voz de Dios, sus revelaciones, es limpiar el corazón. Quitar todo lo que sea una especie de interferencia que impida escuchar con claridad lo que Dios quiere comunicarnos. Una de las tretas del espíritu del mal es sembrar “escrúpulos“ en nuestro corazón; el espíritu del mal busca que nos sintamos con complejo de culpa ante Dios. Una falsa culpa, producto del temor, de la angustia. El que le tiene miedo a Dios, como Adán y Eva, huye de Dios; se va a esconder. No tiene ilusión de oír sus directivas, su voz de Padre bondadoso.
Darle tiempo a Dios.
En la parábola del sembrador, Jesús señala que los afanes de la vida son como espinas que ahogan la semilla de la Palabra de Dios en nosotros. Impiden que la semilla de la Palabra se desarrolle en nosotros. Una de nuestras tristes constataciones es que Dios no ocupa el primer lugar de nuestra vida. No es el centro de nuestra existencia. A Dios le concedemos un lugar muy secundario en nuestra manera de actuar y de pensar.

De allí que se repita lo que sucede en muchos matrimonios: los esposos viven bajo el mismo techo, están el uno a la par del otro, pero, las más de las veces, no se comunican. No platican. Cada uno tiene el propósito de resucitar los diálogos del tiempo del noviazgo, pero las preocupaciones de la vida los tienen tan ansiosos y tensos que terminan por no encontrar el momento oportuno para dialogar.

Con Dios nos sucede lo mismo. Estamos tan presionados por nuestros alocados horarios, por las preocupaciones del diario vivir, que terminamos por no encontrar un espacio en el día para Dios. Para oírlo. Para hablarle. Dios nos quiere decirnos muchas cosas para que seamos felices. Para apartarnos de algún peligro. Para conducirnos por el sendero de la paz, de la felicidad, pero nunca logra que le concedamos una entrevista.

Nos quedamos sin el Evangelio - la buena noticia - que Dios había reservado para nosotros. Si queremos escuchar la voz de Dios, hay que apartar diariamente un espacio para oírlo; para hablarle. Es por medio de la oración que el Señor nos habla. Es por medio de la lectura de la Biblia que el Señor encuentra la oportunidad de revelársenos más y más para que lo lleguemos a conocer en profundidad: para que lo amemos y entendamos lo que quiere de nosotros.

El Señor quiere autoinvitarse para “cenar” en nuestra casa; por eso toca continuamente a la puerta de nuestro corazón. Solo el que le da diariamente un tiempo largo a Dios para una entrevista podrá oír los toques de Jesús a la puerta, y estará presto para abrirle la puerta.

Son muchas las ocasiones en que nos hemos quedado sin la fabulosa oportunidad de cenar con el Señor porque hemos sido absorbidos por los afanes del mundo, y no hemos tenido el tiempo para oír a Dios que llamaba a nuestra puerta. Muy distinta hubiera sido la vida del errante Caín si, cuando Dios quiso dialogar con él, se hubiera detenido y hubiera escuchado la solución que Dios le proponía para salvarse de correr hacia la perdición.

Muy diverso también hubiera sido el final de Judas, si el traidor hubiera escuchado las palabras que el Señor le dirigió para llamarlo al arrepentimiento. Lo último que Jesús le dijo fue: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Fue el último grito de Jesús para hacerlo reflexionar y llamarlo a la conversión. Judas estaba muy perturbado como para escuchar la Palabra de Dios hecha carne. Judas oyó más la palabra del diablo que lo dominaba.

Una de las grandes revelaciones de la Biblia es que somos “Hijos de Dios “ y que Dios es esencialmente “Padre”. Dios nos quiere hablar diariamente. Nos quiere manifestar su amor. Nos quiere dirigir como buen Pastor “a verdes pastos y aguas tranquilas” (Sal 23). Nos quiere liberar de barrancos mortales en los que podemos precipitarnos.

Todos los días Jesús resucitado toca a nuestra puerta. Quiere ingresar en nuestra vida y entregarnos la bendición diaria que ha reservado para nosotros. El mismo Señor nos advierte que todo esto se realizará, si “oímos y abrimos” (Apoc 3,20). Si escuchamos su Palabra.

Si le abrimos la puerta de nuestro corazón. Una de las prioridades del hombre moderno, aturdido por un mundo confundido y desorientado es aprender, concederle a Dios una diaria y larga entrevista para oírlo. Para hablarle. Para alabarlo. Para recibir su diaria bendición.

 

 

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