linus sandvide Unos 600 años antes de Cristo, ejerció su ministerio el profeta Habacuc. Su vida nos cautiva; nos sentimos identificados con sus reclamos y sus desasosiegos.

A Habacuc le tocó presenciar violencias, injusticias y desvíos de parte de su pueblo. Se dirige a Dios casi decepcionado: “¿Hasta cuándo, Señor?...” (Ha 1,2).
Ese ¿hasta cuándo? Refleja nuestra pregunta a flor de labios tantas veces. El mundo está desquiciado: violencias, injusticias, miedo, pavor. Los buenos, muchas veces, son oprimidos; los malos son encumbrados. Pueblos buenos y cristianos están oprimidos por unos cuantos malvados que detentan el poder. También nosotros, con dejo de desilusión, decimos: “¿Hasta cuándo, Señor?”.

El gran escollo para nuestra razón es querer acomodar los caminos de Dios a los nuestros; querer que Dios piense como nosotros. Debe ser a la inversa: nosotros debemos acomodarnos a la manera de pensar de Dios. Nuestro gran error es tratar de medir a Dios con nuestros metros; es como pretender ir a Nueva York en un carrito de juguete; parece carro de veras, pero no sirve para ir a Nueva York. El profeta le dice a Dios ¿Cómo contemplas callado a los criminales? (Ha 1,13). El profeta, aquí, ha tocado uno de los temas que más aterra a nuestro hombre moderno: “El silencio de Dios”. Habacuc le pregunta a Dios cómo puede contemplar en silencio a los malvados. Ante la enfermedad, que destruye y agobia; ante el problema económico, que nunca se arregla; ante la pena por el hijo descarriado o por el esposo alcohólico, que no vuelve al redil, la persona, que ora, se pregunta: “¿Pero dónde está Dios ? ¿De veras está en algún lugar?” Es impresionante el silencio de Dios, que muchas veces, calla en momentos tormentosos de la vida. Es una grave tentación. Muchos no la resisten y optan por vivir como si Dios no existiera.
El centinela

El profeta Habacuc vio que a su alrededor, humanamente, no podía encontrar ninguna solución a su problema. Estaba como en un laberinto sin salida. Su corazón se llenaba de amargura. Entonces pensó: “Estaré atento y vigilante como lo está el CENTINELA en su puesto, para ver qué me dice el Señor y qué respuesta da a mis quejas” (Ha 2,1).Los centinelas están en alto, siempre atentos, oteando el horizonte. Habacuc quiere estar delante de Dios. Su intención es dedicarse a la oración y a la meditación para obtener la luz de Dios. Y es allí donde el Señor le va a revelar lo que va a “revolucionar” toda su vida. Le enseñará a vivir de manera diferente. El Señor le dijo al profeta: “Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso”... “Escribe que los malvados son orgullosos, pero EL JUSTO VIVE POR LA FE” (Ha 2,3-4).

Fue durante su oración y meditación, cuando Habacuc se esforzaba en ser como centinela para captar el mínimo susurro de la voz de Dios, cuando le llegó la revelación que cambió el rumbo de su vida. Un hombre alejado de la oración y la meditación no logra superar lo “ilógico”, que, a veces, acontece en la vida. Lo inexplicable.

El hombre de oración y meditación, que busca el contacto con Dios, que va en pos de su Palabra, es muy difícil que llegue a concebir la vida como un “absurdo”. Tiene tantas cosas que hacer; le falta tiempo para todo.

La oración viene a ser algo “inútil”, sólo para los tiempos de verdadera “emergencia”, cuando ya no hay otra salida. Nuestro hombre moderno no es un centinela, oteando el horizonte de Dios, para encontrar sus señales, sino todo lo contrario; tiene su mirada fija en la tierra, en lo material. Es un hombre desorientado y atolondrado, que no encuentra una respuesta para los retadores problemas que nos presenta nuestra conflictiva época.

El Señor le dio a Habacuc la solución adecuada a su problema, cuando le indicó: “Tu, espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el MOMENTO PRECISO. Escribe que los malvados son orgullosos, pero el JUSTO VIVIRÁ POR LA FE” (Ha 2,3-5). Algo básico en la vida de fe es saber esperar. El libro de Habacuc se inicia con una pregunta a Dios: “¿Señor, hasta cuándo?” Esta pregunta conlleva la impaciencia del que tiene prisa y quiere que Dios le de una respuesta inmediatamente. “Tú espera —le dice el Señor a Habacuc—, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso” (Ha 2,2). AUNQUE PAREZCA TARDAR, expresión atinadísima. Sólo se trata de una “apariencia”, nada más. A nosotros nos parece que tarda, pero no es así. En el momento preciso, llegará sin falta. Éste es el tiempo de Dios. Sólo la fidelidad de Dios nos hace aceptar que la fatídica tardanza es sólo una apariencia. Que no es la realidad. La realidad es la de Dios. Esto sólo los justos lo pueden comprender, es decir, los hombres de verdadera fe. Por eso el Señor le ordena a Habacuc: “Tu espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso” (Ha 2,3).

El libro de Habacuc concluye con una de las oraciones de alabanza más bellas de la Biblia. Cuando Habacuc decide poner su confianza en Dios y vivir por la fe, cambia su derrotismo en un inspirado canto de alabanza: “Me llenaré de ALEGRÍA a causa del Señor mi Salvador. Le alabaré aunque no florezcan las higueras ni den fruto los viñedos y los olivares; aunque los campos no den su cosecha; aunque se acaben los rebaños de ovejas y no haya reses en los establos. Porque el Señor me da fuerzas, da a mis piernas ligereza del ciervo y me lleva a alturas donde estaré a salvo” (Ha 3,17-19). A esa vida de serenidad confiada solo se arriba por el camino de la fe del justo, que a pesar de no comprender las oscuridades, sigue confiando en que Dios no le fallará. Parece una tontería; parece “ilógico”, según la mentalidad del mundo; lo cierto es que los que se han atrevido a ser justos, que viven por la fe, han podido dar testimonio de que Dios no les ha fallado nunca.

 

Compartir