meditacion 1 La clase magistral acerca de los pasos que deben darse en una conversión, la dio Jesús cuando narró la parábola del hijo pródigo.

Aquel joven pensó que, alejándose de su padre, de su casa, iba a ser feliz. Cuando se dio cuenta, el dinero se lo había gastado en vicios y fiestas. De pronto estaba envidiando a los cerdos: ellos tenían comida y él no. Estar en el mismo plano de los cerdos era algo horroroso; más para los judíos. Así mostraba Jesús las consecuencias del pecado.

Aquel joven, entonces, comenzó a reflexionar: en la casa de mi padre todo era distinto: comida caliente, ropa limpia, amor. “¡Hasta dónde he llegado!”, se habrá dicho aquel muchacho. Pero todavía no había conversión. La verdadera conversión comenzó cuando, venciendo su orgullo, se puso en camino y dijo: “Iré donde mi padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti”. Una conversión siempre lleva una “confesión” de pecado. Dice la Biblia: “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos” (1 Jn 1, 9).

Hay un detalle que no debe pasarse por alto. El hijo pródigo, tercamente, insistía en que su padre lo tratara como a un “esclavo”; no quería entrar en la fiesta que su padre había organizado para celebrar su regreso. Algo esencial de la conversión es aceptar el perdón de Dios y la fiesta que él nos regala. El vivir con complejos de culpa, el no haberse perdonado uno mismo, indica una conversión a medias. Convertirse es aceptar que Dios es tan bueno que nos perdona y olvida. Si no se logra dar este paso, nuestra conversión todavía está incompleta.

En mi ministerio sacerdotal me toca encontrarme, frecuentemente, con muchos que no han logrado perdonarse a sí mismos y viven con el peso de su pasado sobre sus hombros. Ya Dios los perdonó, pero ellos no se han podido perdonar. Eso los hace muy infelices. Toda conversión engendra gozo, libertad.

La conversión del buen ladrón también es muy aleccionadora. El Evangelio lo presenta en su primer momento blasfemando contra Jesús en compañía del otro ladrón. Jesús no les había hecho nada; pero ellos volcaban su odio social contra el que estaba más cerca de ellos. Un dato muy importante: dice San Marcos que Jesús fue crucificado a las nueve de la mañana y que murió a las tres de la tarde. Quiere decir que el buen ladrón durante seis horas estuvo escuchando la Palabra de Dios.

Cristo Palabra que clamaba al Padre, que rogaba por sus enemigos, que clamaba a Dios en su agonía. Esa Palabra se convirtió en “espada de doble filo” que lo penetró profundamente hasta hacerlo meditar en toda su vida pecaminosa. Esa Palabra, que le estuvo cayendo durante seis horas fue “martillo” que quebrantó su corazón. Fue luz en medio de la oscuridad. Lo primero que aquel ladrón arrepentido hizo fue aceptar su pecado.

Se dirigió al otro ladrón, que seguía blasfemando, y le dijo: “Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho; pero este hombre no hizo nada malo” (Lc 23, 41). Lo más difícil es aceptar que se es culpable. Son muchos los criminales que mueren en la silla eléctrica alegando inocencia. El buen ladrón comenzó por reconocer que era culpable. Pero no se quedó allí. Durante las seis horas que había estado escuchando la Palabra, su corazón fue transformado. Bien decía san Pablo que “la fe viene como resultado de oír la Palabra de Dios” (Rm 10, 10).

El buen ladrón no se quedó hundido en su culpa, levantó la mirada al que lo podía salvar y le rogó: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 42). El Señor inmediatamente le respondió: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ante la conversión auténtica, Jesús nunca niega su perdón total. El buen ladrón no siguió insistiendo en que él era un gran pecador. Aceptó el perdón de Jesús y esperó en el suplicio el cumplimiento de la promesa de Jesús a quién ya había aceptado como Rey, como Señor de su vida.

En la conversión del buen ladrón se recalca el papel de la Palabra que se convierte en espada de doble filo que penetra el corazón. Toda predicación, toda lectura de la Biblia, toda Palabra de Dios es martillo que quebranta nuestro corazón. De allí la importancia de vivir imbuidos en la Palabra para vivir también en constante actitud de conversión.


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