La semilla del reino cae en el corazón de piedra y no logra producir frutos. Uno de los problemas graves de nuestra iglesia es que hay una tendencia a confundir emoción con conversión. La jovencita que, sin estar casada, queda embarazada corre a un confesionario; pero pronto se detecta que no está “convertida”, sino “asustada” por las consecuencias de su estado anormal. La jovencita no ha roto sus relaciones ilícitas con su novio; pero quiere que se le dé la absolución de su pecado.

La conversión necesariamente debe llevar a un romper las amarras del pecado. De otra forma, no puede implantarse en nosotros el reino de Dios. Por eso Juan Bautista, en vísperas de la predicación de Jesús, insistió hasta la saciedad en que debían convertirse, si querían que el reino de Dios llegara a ellos. Las primeras palabras de Jesús, al iniciar su evangelización, según san Marcos, fueron: “El reino de Dios ha llegado a ustedes, conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15).

Jesús conocía muy bien el corazón humano; sabía, de sobra, que si el individuo no ha cortado con su pecado, la semilla del reino cae en el corazón de piedra y no logra producir frutos. Lo primero, entonces, para Jesús, es comenzar por convertirse. San Pedro lo tenía muy claro. Por eso, el día de Pentecostés, cuando la gente, compungida ante su predicación, le preguntaba “¿qué debemos hacer?”, Pedro no dudó en mostrarles los pasos que debían dar. Les dijo: “Conviértanse y bautícense en el nombre de Jesucristo para que sean perdonados sus pecados, y así él les dará el Espíritu Santo.” (Hch 2, 38). El problema es que muchos nacieron “cristianos”, desde niños les dijeron que eran cristianos y, por eso mismo, no se han sometido al proceso de conversión. Nos encontramos en nuestra iglesia con multitud de bautizados, pero con no muchos convertidos y, evangelizados. De allí que muchos no tengan “hambre” de las cosas de Dios ni se quieran “comprometer” como piedras vivas en su Iglesia. En el fondo es porque no se han convertido. Todavía hay un coqueteo con la gracia y el pecado al mismo tiempo.

Por otro lado, es fácil creerse convertido porque se es “religioso”, asiduo a ceremonias y oraciones. Todos creían que el Faraón de Egipto se había convertido cuando le suplicaba a Moisés que rezara por él. Lo que sucedía era que el Faraón estaba aterrorizado por las plagas de Egipto. Cuando cesaron las plagas, se terminó la actitud de pseudopiedad del Faraón. Judas comenzó a gritar que había vendido a un inocente; lanzó las monedas ante los irritados sacerdotes. Pero Judas no estaba convertido; se encontraba en estado de “shock” por todo lo que sucedía a su alrededor. Si se hubiera convertido, no hubiera terminado suicidándose. Como Pedro, hubiera llorado amargamente. Sin conversión el individuo no puede recibir de corazón el Evangelio. Sin conversión no hay auténtico cristiano. Si en nuestras iglesias abunda la mediocridad espiritual y la falta de compromiso serio para evangelizar, es porque hay muchos bautizados, pero pocos convertidos. Todavía no se han encontrado personalmente con Jesús; como Zaqueo, no han decidido romper con su pasado.


Los pasos en la conversión
La clase magistral acerca de los pasos que deben darse en una conversión la dio Jesús cuando narró la parábola del hijo pródigo. Aquel joven pensó que, alejándose de su padre, de su casa, iba a ser feliz. Cuando se dio cuenta, el dinero ya se le había terminado en vicios y fiestas. De pronto estaba envidiando a los cerdos: ellos tenían comida y él no. Estar en el mismo plano de los cerdos era algo horroroso; más para los judíos. Así mostraba Jesús las consecuencias del pecado.

Aquel joven, entonces, comenzó a reflexionar: en la casa de mi padre todo era distinto: comida caliente, ropa limpia, amor. “¡Hasta dónde he llegado!”, se habrá dicho aquel muchacho. Pero todavía no había conversión. La verdadera conversión comenzó cuando, venciendo su orgullo, se puso en camino y dijo: “Iré a donde mi padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti”. Una conversión siempre lleva una “confesión” de pecado. Dice la Biblia: “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos” (1 Jn 1, 9).

Hay un detalle que no debe pasarse por alto. El hijo pródigo, tercamente, insistía en que su padre lo tratara como a un “esclavo”; no quería entrar en la fiesta que su padre había organizado para celebrar su regreso. Algo esencial de la conversión es aceptar el perdón de Dios y la fiesta que él nos regala. El vivir con complejos de culpa, el no haberse perdonado uno mismo, indica una conversión a medias. Convertirse es aceptar que Dios es tan bueno que nos perdona y olvida. Si no se logra dar este paso, nuestra conversión todavía está incompleta. En mi ministerio sacerdotal me toca encontrarme frecuentemente con muchos que no han logrado perdonarse a sí mismos y viven con el peso de su pasado sobre sus hombros. Ya Dios los perdonó, pero ellos no se han podido perdonar. Eso los hace muy infelices. Toda conversión engendra gozo, libertad.


El Espíritu Santo

Nadie puede llegar a la conversión con sus propias fuerzas. Nadie puede convertirse a sí mismo o convertir a otros con sus propios medios. La conversión es obra del Espíritu Santo. Cuando Jesús prometió el Espíritu Santo a sus apóstoles, les dijo: “Cuando venga el Espíritu Santo, él los convencerá de pecado” (Jn 16, 8). El Espíritu Santo comienza a “molestarnos” internamente por medio de la Palabra. Se introduce como espada cortante; llega hasta nuestra subconsciencia iluminando los rincones oscuros. Luego, como “martillo”, comienza a golpear fuertemente nuestro corazón endurecido. La Biblia, muchas veces, describe el corazón del pecador como un “corazón de piedra”. La Palabra hecha martillo por el Espíritu llega a quebrantar nuestro corazón que se abre a Dios. Luego el Espíritu por medio de la misma Palabra, se convierte en “lámpara” para nuestros pies” (Sal 119). La oscuridad se convierte en claridad: ya logramos ver nítidamente el camino de salvación que Jesús nos señala. Por eso, para lograr una constante conversión, procuramos estar cerca de la oración, de la meditación de la Biblia y de los sacramentos. Por medio de estos canales de gracia, Dios nos concede abundancia de su Espíritu Santo que, primero nos sanea interiormente, nos purifica con su fuego, y luego, nos llena de gracia, de gozo, de paz, de bondad.

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