meditacion-1 Con frecuencia, muy subconscientemente, cuando acudimos a la oración, lo que estamos  buscando, en primer lugar,  es la solución de de algún problema, y no la gloria de Dios. Esto indica que, propiamente, no amamos a Dios, sino que nos amamos a nosotros mismos. Es por eso que la oración de alabanza no abunda en la vida de muchas personas.

Jesús curó a diez leprosos, que acudieron presurosos a él.  Solamente uno volvió para darle gracias.  Jesús con tristeza preguntó; ¿Dónde están los otros nueve? ¿Solo este extranjero ha vuelto para alabar a Dios? (Lc 17, 18). La proporción de nueve contra uno es muy desconcertante.  Los leprosos acudieron presurosos para pedirle al Señor que los curara; pero solo uno regresó para dar gracias a Jesús, para alabarlo. Este es un defecto muy común en nuestras comunidades. Hay prisa para pedir, pero mucho descuido para alabar, para agradecer a Dios.  La oración de alabanza no es la que predomina en la oración de una gran mayoría en nuestras comunidades.

Una fe profunda

San Pablo decía a los efesios: “Den gracias a Dios por todo porque esta es la voluntad de Dios” (1Ts 5,16-18).  La oración de alabanza nace de una fe profunda que confía en que la Providencia de Dios está en todos los acontecimientos: en los buenos y en los malos.  Ciertamente Dios no envía el mal; Dios permite que ciertos males se acerquen a nosotros porque tiene un plan de amor para sus hijos.  Creer eso no es fácil.  Se necesita  crecimiento espiritual. Es de las lecciones vivenciales más difíciles de aprender en el camino del Evangelio.

 

En la Carta a los Romanos, San Pablo nos expone el motivo profundo para creer que todo lo que sucede está regido por la Providencia de Dios.  Dice Pablo: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28).  Éste es el gran postulado de la Biblia.  Todo se convierte en bendición para los que aman a Dios.  No es una utopía.  No es un fácil consuelo espiritual para adormecernos.  Es algo que hay que aceptar con toda el alma para poder, de veras, decir que creemos en un Dios Padre bondadoso.

 

Para Pablo esta no fue una teoría.  El creyó firmemente en la bondad de la Providencia divina en todos los momentos de su ajetreada vida.  En la fría e incómoda cárcel, después de que lo habían azotado y maltratado, Pablo y su compañero Silas se pusieron a alabar a Dios a altas horas de la noche.  Seguramente sus espaldas estaban todavía sangrando.  Como hombres espirituales, sabían que en medio de esa calamidad existía un plan misterioso de Dios.  Por eso alababan al Señor con todo su corazón.

 

Sin una fe profunda, la oración de alabanza no puede existir.  Los caminos de Dios son demasiado misteriosos.  El pueblo dice: “Dios escribe recto en renglones torcidos”.  Ante los misteriosos caminos del Señor no queda más que la fe, que no es un recurso fácil para taparse los ojos por miedo a ver la dura realidad.  La fe, en esos momentos, consiste en seguir creyendo en la Luz, aunque todo a nuestro alrededor sea tinieblas; en continuar confiando en que nuestro buen pastor va a nuestro lado, aunque no lo veamos bajo la cerrada noche.

 

El profeta Habacuc, ante las innumerables calamidades, que atenazaban al pueblo, se dirigió al Señor con cierta altanería, diciendo: “Señor, ¿hasta cuándo gritaré pidiendo ayuda sin que tú me escuches?” (Ha 1, 2).  La respuesta del Señor fue muy precisa: “Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso” (Ha 2, 3).  El profeta se decidió a confiar en la Palabra del Señor; para eso tuvo que renovar su manera de pensar.  “Le alabaré –dijo el profeta -aunque no florezcan las higueras ni den fruto los viñedos y los olivares...” (Ha 3, 17).  En el profeta hubo auténtica conversión: de los reclamos a Dios, pasó a la alabanza en todo momento.  Se necesita una auténtica conversión para cambiar nuestra manera de pensar: para dejar de interpelar a Dios y para aceptar, de todo corazón, sus Palabras.  Para confiar que él sigue siendo en todo instante el mismo Padre bondadoso de quien nos habló Jesús.

 

Un corazón sanado

La oración de alabanza solo puede brotar de un corazón lleno de fe, liberado de todo resentimiento o desconfianza hacia Dios, y hacia los demás.  De un corazón sanado en profundidad por la acción del Espíritu Santo.  Los apóstoles, el día que fueron llenados por el Espíritu Santo, sintieron el imperativo urgente de alabar a Dios, estrepitosamente.  Los que estaban fuera del acontecimiento espiritual creyeron que estaban borrachos.

 

Para llegar a la oración de alabanza, hay que despojarse de muchos prejuicios.  Quedarse como niños. “De la boca de los niños has fabricado tu alabanza”, dice el Salmo 8.  Fueron los niños los que, el día de la entrada de Jesús en Jerusalén, lo recibieron con algarabía, gritando: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”.  A Jesús le agradó sobremanera la alabanza de los niños.  Jesús afirmó en esa oportunidad: “Si ellos no gritaran, hablarían las piedras”.

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