lafe Dice san Pedro: “La fe tiene que ser probada” (1Pe 1,7). Pedro pone una comparación. Así como el oro es puesto en el crisol a altas temperaturas para que suelte la escoria, así la fe tiene que ser puesta en el crisol de la prueba para que se evidencie si es verdadera fe o apariencia de fe.

 

sus apóstoles, el Señor les ponía pruebas de fe. Un día, cuando se habían alejado de los poblados, el Señor les pregunta a los apóstoles qué se puede hacer para darles de comer a todos aquellos que lo seguían: unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. San Juan, expresamente, dice que el Señor les estaba poniendo una prueba.

Inmediatamente, Felipe hizo un cálculo matemático y concluyó diciendo que eso era imposible: ni con doscientos denarios – una gran cantidad – se lograría solucionar el problema. Con su mente matemática, Felipe aseguró que no se podía hacer nada.  El apóstol Andrés (Jn 6,8), por el contario, se metió entre la gente y encontró a un joven que ofrecía una canastita con cinco panes y dos pescados. Se los presentó a Jesús diciéndole que era lo único que había podido conseguir. A Jesús le gustó el gesto de Andrés, que no cerró el camino de solución al problema. Con cinco panes y dos pescados el Señor obró el milagro de la multiplicación de los panes. Alcanzó para todos y recogieron doce canastos con lo que sobró.  Felipe perdió el examen de fe. Andrés nos enseñó a hacer lo que se pueda y ponerlo en las manos de Jesús para que sea Él quien obre el milagro.


Nuestras tormentas 

Durante una tormenta en el mar, los apóstoles, que viajaban con Jesús en la misma barca, ante una terrible tempestad, perdieron el control por el miedo, aunque eran pescadores profesionales. En lo primero que pensaron fue en acudir a los remos, a las velas, a los cables a los recursos de emergencia. Por último acudieron a Jesús, que estaba durmiendo. Según Marcos, lo despertaron, de mala manera, diciéndole: “Maestro,  ¿no te das cuenta de que vamos a perecer?” (Mc 4,38) . Primero, no lo llamaron Señor, sino Maestro. Segundo, regañaron a su Señor. Ahora, nosotros nos preguntamos: ¿Podía dormir Jesús en aquella barca en la que entraba el agua por todos lados? ¿No era, más bien, que el Señor se hacía el dormido para ponerlos a prueba?  Lo cierto es que, cuando el Señor con una palabra calmó la tempestad, les preguntó “Hombres de poca fe, ¿por qué dudaron? (Mt 8,26).  Les faltó la fe. ¡Llevaban la Vida en la barca, y pensaban en la muerte!

 

El  alumno haragán, para no tener que estudiar, se dice a sí mismo que ya sabe la lección. Es el examen el que va a definir si, de veras, ha estudiado y está preparado. Con facilidad, en tiempo de bonanza, nos podemos  autoengañar, creyendo que tenemos fe. Las pruebas que el Señor permite sirven de examen para ver si nuestra fe es débil o fuerte. Solo cuando estamos en el crisol de la prueba podemos saber si nuestra fe es auténtica.

 

La batalla de la fe

Fue san Pablo el que habló de la batalla de la fe. Es decir, nuestra fe no sólo debe ser probada, sino también debe defenderse de los ataques directos del espíritu del mal. San Pablo nos aconseja ponernos el “escudo de la fe” (Ef 6,16). Bella imagen: la fe como un escudo contra las flechas encendidas de la duda, de las crisis de fe, que el demonio quiere provocar en nosotros.   La fe debe cuidarse de los chiflones de increencia que soplan en nuestro mundo postmoderno. La fe debe ser continuamente alimentada con el aceite de la oración, de la meditación bíblica y de los sacramentos. Hay que hacer constar que la fe de ayer no me sirve para hoy. Es decir, el día de ayer pude haber tenido una fe muy fuerte; pero el día de hoy me he dejado debilitar por la falta de oración y acercamiento a la Palabra de Dios. Necesito renovar el aceite de mi lámpara que ya no brilla como antes.

 

San Pablo bellamente decía: “He peleado la buena batalla de la fe. He concluido la carrera” (1Tit 6,12). Pablo presenta la vida como una lucha por la fe. Como una carrera  en la que, a veces, nos agotamos y creemos que ya no podemos seguir adelante.

 

También la Virgen María tuvo que ponerse el escudo de la fe ante tantos contratiempos en su vida, ante tantas cosas misteriosas de Jesús, que Ella, como humana, no podía comprender. Momento cumbre de su lucha de fe para Jesús fue en el Calvario  cuando se sintió abandonado por  Dios. Por eso gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Pero añadió: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Eso equivalía a decir que por fe confiaba que no iba a caer en el vacío de la desesperación, sino en las manos de Dios Padre.

Mientras Pablo estaba en la cárcel, después que lo habían azotado y puesto en cadenas, Pablo no pensó que Dios lo había abandonado. Todo lo contrario, con fe comenzó a entonar alabanzas a media noche, en la cárcel.  De esa manera, Pablo se estaba poniendo el escudo de la fe. De ninguna manera iba a desconfiar de Dios. De una manera valiente estaba dando testimonio de que, a pesar de su triste situación, su confianza descansa en las manos del Señor.

 

Ahora, Pedro duerme    

Muy impresionante también es el caso de Pedro. Está en la cárcel. Acaban de matar a Santiago. Ahora le toca el turno a Pedro. Pero Dios determinó liberarlo por medio de un ángel. Lo impresionante es que, cuando llega el ángel, lo tiene que mover para que se despierte y salga de la cárcel. Nosotros nos preguntamos: “¿Quién puede dormir en la víspera de su ejecución? Pedro dormía porque estaba poniendo en práctica lo que les había escrito a los cristianos, cuando les decía: “Echen en Él todas sus preocupaciones porque Él cuida de ustedes” (1Ped 5,7). Esa debe ser nuestra victoria en la batalla de la fe. Estar seguros de que el Señor está con nosotros. Como decía San Pablo: “Si el Señor está con nosotros, quién contra nosotros” (Rom 8,31). Lo mismo que afirma el Salmo 27: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿quién me hará temblar?

 

Como decía el Cardenal Carlos Amigó: Es indispensable una auditoría para darnos razón de nuestra fe. En qué creemos y cómo creemos. No podemos seguir tranquilamente, como el pueblo de Israel, con un montón de ritos y ceremonias, y que luego el Señor diga de nosotros: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”(Is 29,13).

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