Meditacion-5 La fe es un don que Dios nos regala. Dice la  Biblia: “La fe viene como resultado de la predicación que expone el mensaje de Cristo”( Rom 10,17). La Carta a los Hebreos,  explica  que la Palabra de Dios  es “viva y eficaz” (Hb 4, 12).  

Lo que viene a concordar con lo que decía San Pablo, que la Palabra de Dios es “operante”.  Una vez  dentro de nuestro corazón continúa sus efectos benéficos de largo alcance.  La misma Biblia compara la Palabra con la lluvia, que, una vez que cae, ya no vuelve vacía: hace que brote la planta, luego llegan los frutos (Is 55,8-10). Es por medio de la Palabra de Dios que nos llega  Veamos algunos de esos efectos espirituales que la Palabra produce en  la fe. El día de Pentecostés, Pedro salió a predicar con el poder del Espíritu Santo. Ante la predicación bíblica, la gente sintió punzadas en su corazón. Llorando le preguntaron a Pedro: “¿Qué debemos hacer?”. Pedro inmediatamente les señaló que debían arrepentirse, bautizarse para que fueran perdonados su pecados, y que iban a recibir la experiencia del Espíritu Santo (Hch 2,37-38). La predicación bíblica de Pedro  provocó la fe en tres mil personas que pidieron ser bautizadas.

Cuando Pablo predicó en el Areópago de los cultos griegos, también expuso lo básico acerca de Jesús. Cuando les habló de que Jesús había sido matado y había resucitado, los desconfiados griegos lo bajaron de la tribuna. Cualquiera diría que Pablo había fracasado en su predicación; pero el libro de Hechos hace constar que el mensaje fue efectivo para Dionisio, Dámaris y otras personas. El profeta Isaías nos explica que  la Palabra de Dios  nunca regresa vacía: siempre, como la lluvia, produce frutos: hace que se cumpla el proyecto de Dios ( Is 55,8)

La indispensable fe

“Sin la fe es imposible agradar a Dios”, dice la Carta a los Hebreos (Hb 11, 6).  La fe es la esencia de nuestra comunicación con Dios y, por lo mismo, nuestro puente para acercarnos a quien nos puede salvar. La fe no es producto de estudio teológico; alguien puede ser doctor en Teología y carecer de fe.  La fe es un “don” de Dios, que nos llega por medio de la predicación.  Dice San Pablo: “La fe viene de la predicación, que expone el mensaje de Cristo” (Rm 10, 17).  Cuando escuchamos la predicación bíblica –no otra clase de predicación–, nos encontramos con la historia de amor de Dios, que envía a Jesús para que muera en la cruz para salvarnos de nuestros pecados; para que resucite y nos envíe su Espíritu Santo.  Todo esto va siendo ilustrado con todo el arsenal de historias bíblicas que se aúnan para hablarnos de Jesús el enviado de Dios.  Mientras escuchamos este mensaje de amor, que Dios nos envía por medio de Jesús, el Espíritu Santo está actuando como martillo y espada en nuestro corazón para que se quebrante y se abra a la salvación. La predicación bíblica provoca en nosotros confianza en Jesús.  En el momento que alargamos nuestra mano hacia Él, como el buen ladrón, para decirle que nos declaramos pecadores, pero que confiamos en su bondad para salvarnos, en ese momento nos llega la fe, por medio de la cual llegamos al corazón de Jesús que nos dice, como a Zaqueo: “Hoy ha llegado al salvación a tu vida”.

Creer no es simplemente dejarse invadir por el sentimiento religioso. Creer, es esencialmente confesar con los labios y con el corazón nuestra fe en Jesús.  La fe que salva sólo puede brotar del corazón.  Por eso, Pablo escribió: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación. Porque con el corazón se cree para ser justificados, y con los labios se confiesa par ser salvos.” (Rm 10, 9). Es de suma importancia tener muy presente que se cree con el corazón, ya que muchas veces, la persona cree  solo con su intelecto. Es posible que una persona tenga en su mente muchos conceptos teológicos, pero que no tenga una fe auténtica

Creer es también obedecer.  Se acepta a Jesús cumpliendo todo lo que él indica.  Siguiéndolo hasta las últimas consecuencias.  Jesús dice: “Si me aman, guarden mis mandamientos...” (Jn 14, 15).  “El que no me ama no guarda mis palabras” (Jn 14, 24). Guardar la Palabra es cumplirla; preferirla a todas las demás palabras.  Es quedarse inmóvil ante la Palabra  y decir, como la Virgen María: “Hágase en mí según tu Palabra”. Todo esto se opera en nosotros por medio de la predicación bíblica.  Jesús se encarna en nuestro corazón y nos regala el don de la fe por medio de la que nos llega la salvación. Fue Santiago el que mostró la Palabra como un “espejo” (St 1, 2-3). Nos muestra nuestra realidad.  Cuando esa realidad es el pecado, el alejamiento de Dios, la desorientación, la Palabra, al punto, nos muestra nuestro rostro arrugado, invadido por la lepra del pecado.  

La Palabra, entonces, se convierte en “espada de doble filo” que se introduce hasta lo más profundo de nuestro yo (Hb 4, 1-12).  Comienza a sondear nuestras oscuridades hasta que detecta lo malo, lo nocivo.  Es el momento en que el corazón se ha endurecido; se ha convertido en un corazón de piedra.  

La Palabra, entonces, como decía el profeta Jeremías, se vuelve un “martillo” (Jr 23, 29) que comienza a golpear la piedra hasta quebrantarla. Hasta que el corazón se abra a la salvación.  La Palabra inmediatamente se torna “fuego purificador” (Jr 23, 29) que nos limpia, nos cauteriza las heridas.  Jesús, en la última Cena, les decía a sus apóstoles: “Ustedes ya están limpios por la Palabra que yo les he dicho”.  Mientras Jesús les iba hablando, los iba curando; los iba purificando. Lo mismo sucede con nosotros cuando abrimos el corazón a la Palabra de Dios.

 

En la asamblea litúrgica

En toda asamblea, reunida en nombre de Jesús, se cumple la promesa del Señor: Él se hace presente.  De manera especial por medio de la espada que sale de su boca: la Palabra de Dios, y del alimento espiritual: su Cuerpo y su Sangre. La base de toda reunión comunitaria es la Palabra que habla, que interpela y que produce fe y opera conversión.  No puede haber culto auténtico sin la base de la Palabra; se podría convertir en un culto de evasión, ritualista.  Cuando en comunidad se escucha la Palabra, nos sentimos interpelados, aumenta nuestra fe y experimentamos una conversión más profunda.  Entonces las Eucaristías dejan de ser ritualistas para convertirse en un culto a Dios, “en Espíritu y en Verdad”. La asamblea que le da importancia a la Biblia será una asamblea de fe, de alabanza, de gozo.  Los fieles darán testimonio de ese Jesús vivo, sacerdote, que se muestra entre candelabros, que nos tiene a todos en su mano poderosa, como en la visión de san Juan en el Apocalipsis.

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