meditacion1 Un emperador romano quiso borrar el nombre de Jesús del recuerdo de sus seguidores; con ese fin construyó un parque sobre el sepulcro de Jesús. No sabía ese emperador que era instrumento de la Providencia para preservar ese «monumento» tan querido para los cristianos. El parque construido por el emperador romano sirvió como punto de referencia para que los cristianos recordaran que debajo de ese parque estaba la tumba de Jesús. Cuando cesó la persecución, se hicieron las debidas investigaciones y volvió a aparecer el sepulcro de Cristo. Millares de personas en la actualidad, visitan ese «santo lugar» y no dejan de sentir el impacto de esta Tumba Vacía.

Jesús no vino para quedarse en una tumba como tantos otros fundadores de religiones; Jesús vino para romper el poder de la muerte y burlarse de los sepulcros. Bien decía San Pablo que «si Jesús no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana» (1 Co 15, 14). Si el sepulcro de Cristo fuera como la tumba de Mahoma o la de Confucio y Buda, sería como ponerlo a la par de ellos. Pero no; la tumba de Jesús ha quedado vacía. Desde el momento en que Jesús cumplió la promesa de resucitar, no nos queda otro camino que admitir que Jesús es Dios, y, si es Dios, todo lo que nos dijo acerca de la vida y de la muerte, para nosotros es una «revelación» de Dios; lo creemos sin dudar. Nuestra fe no es vana porque Jesús resucitó, y, por eso, para nosotros Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).

Muerto y resucitado
En el Evangelio siempre que Jesús habla de su muerte, se refiere también a la resurrección. San Marcos anota: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). San Juan relata que los judíos le piden a Jesús una señal de su autoridad. Jesús les responde: «Destruyan este templo y en tres días lo reedificaré». Juan señala que los judíos se burlaron porque creían que se refería al Templo de Jerusalén; Juan aclara que Jesús hacía mención del templo de su cuerpo (Jn 2, 18-22). Durante su vida Jesús no ocultó el fin trágico que le esperaba; pero tampoco silenció su «resurrección», concepto que los apóstoles nunca llegaron a entender mientras Jesús convivía con ellos. Muerte y resurrección son palabras clave en el Evangelio. Siempre van juntas.
Resucitó al tercer día
Unas mujeres, tan detallistas y cuidadosas como siempre, apenas llegó la madrugada del primer día de la semana -después del obligado reposo del sábado-, corrieron presurosas para terminar de embalsamar el cuerpo del Señor. ¡Sorpresa mayúscula: el cuerpo de Jesús no estaba allí! En lo primero que pensaron fue en un robo, en una profanación. Lo mismo especularon los apóstoles apenas supieron la noticia. Los dirigentes religiosos del pueblo judío, cuando los soldados les contaron que Jesús no estaba en el sepulcro, tuvieron que «buscar» una salida rápida para obviar el delicado problema que se les venía encima. San Mateo dice que tuvieron que «sobornar a los soldados» para que dijeran que los apóstoles se «habían robado el cuerpo de Jesús mientras ellos dormían» (Mt 27). El sepulcro había sido sellado; la guardia romana lo custodiaba durante toda la noche. Los pobres y aterrorizados apóstoles no tenían ánimo en ese momento para pensar en nada; mucho menos en un «gansteril» robo, burlando la vigilancia de la guardia romana.

San Juan cuenta su experiencia en esa madrugada. Dice que cuando él y Pedro entraron al sepulcro, vieron que el cadáver de Jesús no estaba allí. Las vendas con que habían cubierto a Jesús estaban a un lado; en otro lado estaba el sudario. Juan apunta algo estupendo, con respecto a su vivencia de ese momento; dice que él «vio y creyó, pues hasta ese momento no habían comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 8-9).

¿Mentirosos los Apóstoles?
Los primeros en dudar de la resurrección de Jesús fueron los mismos apóstoles. Se les aparece Jesús mientras están encerrados en una habitación, y, en lugar de exclamar: «¡Aleluya!», gritan: «¡Fantasma!». Las mujeres, que van al sepulcro, no se alegran de encontrarlo vacío, sino que piensan que se han «robado» el cuerpo del Señor. Fue el descreído Renán, quien dijo que una mujer «alucinada» -la Magdalena- había dado a Dios al mundo. Es una frase que impresiona a los que no examinan con imparcialidad el Evangelio. No fue sólo María Magdalena quien vio a Jesús resucitado, fueron también los apóstoles y los discípulos de Emaús. Quinientas personas más lo contemplaron el día de la Ascención al cielo (Cfr. 1 Co 15, 6). Durante cuarenta días, Jesús se estuvo apareciendo a sus apóstoles y discípulos. No era el caso de que tantas personas estuvieran «alucinadas», viendo apariciones, platicando con Jesús y comiendo con él.

De todos es ampliamente conocida la vida de los apóstoles; las primeras comunidades cristianas los apreciaron como individuos de una santidad extraordinaria. Todos ellos sellaron su predicación con el martirio. No es posible que personas «de tal santidad» se hubieran convertido, de pronto, en un grupo de «farsantes», de «engañadores». Es imposible pensar en un San Pedro asociado a la figura de un «mentiroso». Al leer el Evangelio de Juan, en ningún momento se nos cruza por la mente que el escritor sea algún «fanático exaltado».

La mejor evidencia del efecto de la resurrección de Jesús en la vida de los apóstoles es su asombrosa «transformación». Jesús, al resucitar, les envía el Espíritu Santo que los cambia totalmente. Esto se transparenta al cotejar los Evangelios y el libro de los Hechos de los Apóstoles. En los Evangelios, se evidencian muchos defectos y dudas en los apóstoles. Pedro es un «fanfarrón» muchas veces; cobardemente niega al Señor. Los demás apóstoles «buscan con egoísmo los primeros puestos». Una vez transformados por la acción del Espíritu Santo, son «nuevas criaturas», la santidad dimana de su personalidad, de sus escritos. ¿Cómo es posible que ese grupito de personas de escasos recursos y de gran sencillez hayan podido «transformar» el mundo con el mensaje de Jesús? No eran ellos. Era Jesús resucitado que seguía viviendo en su Iglesia por medio del Espíritu Santo. Nuestro Credo, por medio de una imagen, describe a Jesús «SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE». Esa es una imagen. Nosotros sabemos y experimentamos que Jesús resucitado sigue viviendo entre nosotros: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Otro día te escucharemos
Pablo fue a predicar al Areópago, frente a los cultos y refinados griegos: les habló de Jesús que había muerto y resucitado. Eso les pareció ridículo a los griegos. Con cierta cortesía lo interrumpieron, diciendo: «Otro día te seguiremos escuchando» (Hch 17, 32). La escena en el Areópago de Atenas no es ninguna novedad; son muchas las personas para quienes la resurrección de Jesús no pasa de ser «mitología» de tipo místico. Para nosotros los cristianos es el «centro de nuestra fe». «Si Jesús no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana». Seríamos los «tontos más famosos de la historia». Porque Jesús resucitó, creemos que Él es Dios, y, por eso mismo, aceptamos todas sus palabras como la verdad total. Porque creemos que Jesús resucitó, por eso mismo, como Pedro, le decimos: «¿Señor, a quien iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Porque creemos que Jesús resucitó, como Tomás, nos postramos ante Él y le decimos: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28)

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